Londres, una preciosa metrópolis o la ciudad que cavará tu tumba. Con sus tranquilos parques solitarios apartados del bullicio y sus abarrotadas calles del centro repletas de autómatas que corren a sus puestos de trabajos. Con sus cientos de oportunidades o sus miles de trabajos basura. Una ciudad a la que nada le falta y siempre estará dispuesta a dártelo todo o la que te lo arrebatará. Así es Londres, la ciudad de tus sueños o tu peor pesadilla.
Quizá no sea la ciudad, y sea esta vida que llevo en ella la que me está matando. Que incongruencia, ¿Cómo una vida te puede estar matando? Este es solo uno de los miles de pensamientos tontos que me surgen al día, y que no me llevan a ningún lado, pero que esto acaba con cualquiera es una realidad y la estoy viviendo en primera persona.
Me levanto sin apenas tiempo de lavarme la cara y hacer mis necesidades. Me voy corriendo a un trabajo que odio, pero que me da suficiente para permitirme unos pocos lujos, los cuales apenas puedo disfrutar por el tiempo que me quita. Un autobús de quince minutos, media hora de metro, un trasbordo, otra media hora en el subsuelo y otros quince minutos de autobús para llegar a ese infierno. Paso allí metido unas doce horas, salgo y ni siquiera ya hay sol. Para no variar está lloviendo, si algún día no llueve en esta ciudad lo mejor que puedes hacer es comprar un número de lotería porque Dios está de tu parte. Vuelvo a coger un autobús, metro, transbordo, otro metro, autobús y en una hora y media con suerte estoy en casa, si es que ese desastre que tengo o, mejor dicho, que me prestan a cambio de una buena suma de dinero, se puede llamar casa. Hoy parece que estoy de suerte, no hay ningún vecino con la música puesta, ni haciendo el amor ni peleándose a gritos, pues es sólo entonces cuando puedo saborear un poco el silencio. Aunque la mayoría de veces esto solo me vale para escuchar con más claridad las voces de mi cabeza, recordándome lo penosa que es mi existencia. Me ducho y hago la cena, esa es otra, creo estoy perdiendo el paladar con esta comida, pollo relleno de líquido que no quiero ni imaginar que es, lechuga que sabe a papel, manzanas con las que voy a partirme los dientes… ya he estado a punto de comprar pienso para animales con la esperanza de que esté más bueno. Me tumbo en la cama para ver canales de televisión basura hasta que me quedo dormido pensando que dentro de unas horas empieza de nuevo el ciclo.
Abro los ojos pero no estoy en mi cama, estoy en el metro. Solo era un sueño, tengo esta asquerosa rutina tan incrustada en mí, que no me libro de ella ni mientras pego una cabezada. Miro el móvil nervioso pero al instante me relajo, solo dormí unos diez minutos, aún no he llegado a la parada en la que hago el trasbordo. Adoro dormir durante los trayectos, así el tiempo pasa volando.
Pasan cinco minutos y aquí estoy, ya solo queda hacer el trasbordo, media hora más en metro, otros quince minutos en bus y estaré en casa. Mejor no pensarlo o se me hará eterno.
Me dirijo a la otra línea rápidamente. Recorro los estrechos pasillos, casi vacíos por la hora que es, y cuando estoy llegando al andén lo escucho: es el tren. Está cerca y aún me quedan unos metros para llegar, no quiero perderlo, no quiero pasar ni un minuto más en este asqueroso lugar, y no sólo por eso, tardar un minuto más significa que quizás cuando llegue al autobús este acabará de pasar y tendré que esperar al menos diez minutos hasta que llegue el siguiente. Esto es Londres, aquí el tiempo vale mucho más que en cualquier otro lugar. Comienzo a correr desesperadamente.
Llego y las puertas justo están cerrándose, pero por suerte aún no es demasiado tarde como para meter mi brazo, hacer un poco de fuerza y volver a abrirlas.
Ya estoy dentro. Algunos de los que están en el vagón me miran con mala cara, imagino que será porque acabo de hacerles perder dos segundos de sus vidas y quizás eso haría que alguien llegue tarde a casa. Como si ellos no hubiesen hecho lo mismo en mi situación.
Me siento en uno de los asientos y me relajo un poco. El metro puede llegar a ser un lugar relajante cuando no está hasta arriba de gente y todos parecemos sardinas enlatadas. Es más, el estruendoso ruido que este produce a veces es incluso agradable. Apoyo la cabeza en el cristal, cierro los ojos y me quedo pensando en el ruido, mejor dicho, en el silencio que produce ese ruido en el interior de mi cabeza. No escucho el vocerío de la gente, ni los gritos de mi jefe, ni los gemidos de mis vecinos, y lo que es mejor aún, no escucho las voces de mi interior. Las vibraciones del vagón también son en ocasiones placenteras si tratas de imaginar que te están dando un masaje, como en uno de esos sofás de los centros comerciales.
Apenas escucho nada, incluso el ruido del metro comienza a desaparecer, todo se difumina, todo desaparece.
El ruido de las puertas cerrándose me hace despertar de un salto: me he vuelto a quedar dormido. Me levanto corriendo y miro en que parada me encuentro. Respiro aliviado, no me he pasado la mía, pero casi. Eso si que te puede salir caro, saltarte tu parada puede significar llegar incluso una hora más tarde a casa, pero no, esta vez no. Me quedo de pie frente a la puerta, la siguiente es la mía.
Apenas pasa un minuto y ya estamos llegando. Si algo hay que decir a favor de esta ciudad es el metro, es rápido y efectivo. Se abren las puertas y salgo, pero esta parada no me suena, no es la mía. Me giro rápidamente para volver a entrar al vagón pero es demasiado tarde.
—No, no, no. —Susurro apretando los dientes.
¿Cómo es posible? Estaba casi seguro de que era esta. Me siento en uno de los bancos y miro los minutos que faltan para el próximo metro: son siete. Me he equivocado, esta parada y la anterior tienen casi el mismo nombre, y al haberme despertado de golpe, no me he dado cuenta. Ahora sí que la he cagado.
Saco el móvil, lo desbloqueo, miro el reloj sin siquiera fijarme qué hora es, lo bloqueo. Lo desbloqueo, deslizo el dedo varias veces pasando de una pantalla lateral a la otra, lo vuelvo a bloquear y lo guardo. Miro el letrero electrónico que avisa de la llegada del metro, cinco minutos. Saco de nuevo el móvil y pongo uno de esos juegos tontos que solo uso para matar el tiempo. Juego un poco y lo quito, lo bloqueo y lo guardo. Miro el letrero, dos minutos, me levanto y me pongo al borde del andén, como si el hecho de que entrara más rápido hiciese que este fuera a salir antes.
Siento el aire caliente que llega desde el túnel, las vías empiezan a chirriar y los ratones que están buscando restos de comida se esconden. Escucho el metro al fondo y comienzo a ver las luces. Llega, se abren las puertas, sólo doy un paso y estoy dentro, me quedo ahí mismo para salir cuanto antes.
Solo somos dos personas en este vagón, ambos esperando frente a las puertas. Lo conozco de vista pues siempre vuelvo a casa con él. Es curioso, con lo difícil que es coger el mismo tren por los contratiempos de esta ciudad y casi siempre vuelvo a casa con las mismas personas. Nunca nos hablamos pero nos conocemos como si fuéramos vecinos. Los tengo a todos controlados, sé en qué parada se baja cada uno ¿harán todos lo mismo? ¿o seré yo el único depravado que los controla? No creo, seguro que los que se bajan después de mí saben en qué parada me bajo yo.
¡Pero un momento! él debería haberse bajado una parada antes que la mía, por lo que debe de habérsela pasado.
El tren comienza a parar, me asomo por la ventanilla y para mi asombro ésta tampoco es la mía, es la anterior, a mi parecer, la misma de la cual venía. No puede ser. Las puertas se abren y el chico sale. Me quedo asombrado, esta ciudad me debe estar volviendo loco ¡vaya cabeza la mía! Me río de mí mismo.
El metro avanza rápido y ya casi estamos llegando. Este viaje se me está haciendo interminable.
Llegamos a la que, ahora sí, debería ser la mía. Pero para mi sorpresa estamos en las mismas, aún no lo es, e incluso juraría que parece de nuevo la anterior. Es imposible.
Salgo del vagón, me pongo a buscar el rótulo en la pared con el nombre de la parada. Las puertas del metro se cierran a mi espalda. Lo encuentro y estaba en lo cierto: es la misma de antes.
—¡Esto es increíble! —grito furioso.
Miro al letrero para ver cuando llega el siguiente tren pero para mi desgracia ese era el último, no hay más metros esta noche. Lo que me faltaba, ahora a saber a qué hora llego a casa.
Comienzo a caminar en busca de la salida, no conozco esta parada por lo que me pongo a buscar el cartel que la indique. Camino observando las paredes pero no lo encuentro. Al fondo veo unas escaleras hacia arriba y voy hacia allí. Las subo de dos en dos y continúo caminando por los pasillos, giro a la derecha, izquierda, otras escaleras arriba, izquierda, derecha otra vez, sigo recto y ¿escaleras hacia abajo? No debería bajar, la salida tendría que estar hacia arriba pero el metro es raro y a veces incluso tienes que bajar un poco para después subir, como la vida misma, o eso dicen. Las bajo, estas son más largas que las otras, al llegar abajo hay un pasillo largo, lo camino, giro a la izquierda y… de nuevo vuelvo a estar en el andén.
Esto no puede ser, llevo más de diez minutos andando y he vuelto al mismo sitio. Me empiezo a cabrear, quiero llegar a casa y parece que hoy todo se opone a ello ¿Cómo es posible que no señalicen la maldita salida? Me paso la mano por la frente, estoy sudando, no se si del calor que hace en el metro, incluso en pleno mes de enero, o por los nervios. Vuelvo a meterme por los pasillos y de repente escucho a alguien.
—¡Si! —exclamo sonriendo— espero que no estén tan perdidos como yo.
Corro hacia el lugar desde donde venían las voces y me encuentro a un grupo de chavales que parecen venir de fiesta.
—¡Eh! Perdonad. —Grito de lejos.
Llego hasta ellos y me miran como los que ven a un loco, quizá se notaba en mi cara la descomposición que había empezado a causarme las ganas de salir de aquí, o quizás era por la rapidez a la que me había acercado a ellos.
—¿Qué pasa chavales? No os lo vais a creer pero me he perdido —digo levantando los brazos, sonriendo y tratando de coger un poco de aire— Llamadme tonto, pero no encuentro la maldita salida.
Uno de ellos levanta la mano indicándome un pasillo que comienza a mi derecha.
—Sigue por ahí —dice— a ver si sales de una vez.
¿De una vez? ¿Qué maneras son esas de contestar? esta juventud no tiene educación ¿o quizás ya me han visto andando de un lado para el otro desesperado? Me da igual, no voy a ponerme a discutir con unos jóvenes mal educados.
—Gracias, si vais hacia el metro no lo intentéis, ya pasó el último —les respondo secamente y con desgana. Encima les hago un favor para que no pierdan el tiempo, a veces pienso que soy estúpido…
Ando por estos pasillos a paso ligero, hago unos cuantos giros hasta que llego a una bifurcación. Nada, ni un cartel que indique la salida, de hecho no había ningún cartel ni indicaciones, no puedo saber a dónde van estos dos caminos. Me decido por coger el de la derecha, quizás por el simple hecho de que soy diestro, o quizás por pura intuición ¿Quién sabe? No me apetecía mucho filosofar en estos momentos.
Continúo por este camino unos diez minutos y nada, se está agotando mi paciencia. Me paro un instante para pensar. Entonces aparece un hombre caminando justo por donde yo venía. Qué extraño, no me he cruzado con él.
—Disculpe señor ¿sabe por dónde está la salida? —Esta vez me negué a explicarle que estaba perdido, no me apetecía quedar de nuevo como un idiota.
El hombre simplemente me señala hacia atrás sin siquiera mediar palabra ¿Dónde ha ido la educación esta noche? Encima esos niñatos me habían engañado. No pierdo mi tiempo esta vez diciéndole que ya había pasado el último metro.
Me dirijo hacia donde me había dicho el hombre pensando en la denuncia que le iba a poner al ayuntamiento, o a quien quiera que se la tenga que poner por no tener bien indicada la salida. Lo que más raro se me hace es no haberme encontrado ya con gente que lleve aquí perdida años…
Es extraño, tras diez minutos caminando creo que aún no he llegado a la bifurcación de antes ¿me habré confundido otra vez y habré tomado algún camino distinto? No puede ser, si es así mañana mismo voy a un psicólogo o psiquiatra o a quien quiera que haya que ir cuando estás perdiendo la cabeza. Apenas me quedan ya fuerzas ni ganas para reírme de mí mismo.
Llevo andando más de media hora, esto no es normal. Veo algo al fondo que hace que aparezca un pequeño rayo de esperanza, una terminal de SOS. Me acerco y pulso el botón… nada, lo pulso de nuevo… nada. O nadie contesta o está fuera de servicio.
Estoy muy cansado, diría que demasiado; quizá de la desesperación por salir de aquí. Esto empieza a parecerme muy extraño.
Me siento a un lado del pasillo, cierro los ojos y respiro profundamente, tengo que relajarme, tengo que estar calmado para pensar con claridad, tengo que…
—¡Despierta!
Abro los ojos y son dos guardias. Una gran sonrisa se dibuja en mi cara.
—Ya te he dicho que no puedes dormir aquí —dice este— vamos, levanta.
—¿Cómo que ya me has dicho?
Ni siquiera contesta. Me coge del brazo para levantarme y comenzamos a andar. El tío se había puesto los guantes y todo, como si yo fuera un drogadicto o algo así. Da igual, al fin me iban a sacar de aquí.
—¡Oh gracias a Dios! —le digo— llevo aquí abajo perdido horas, no podía salir, estaba cansado y me quedé dormido.
El policía me mira y comienza a reírse.
—Eso me suena de haberlo escuchado antes —dice llevándose la mano a la barba— ¿A ti Harry?
—Pues sí. —Contesta su compañero.
Ambos empiezan a reírse a carcajadas.
Claro que tenía que sonarle de algo, al no haber señalización alguna seguro que no he sido el primero en perderme. No me apetece contestarles, solo salir.
Andamos un rato largo por los pasillos al igual que había estado haciendo yo todo este tiempo atrás. Continuamos y aún no veo ninguna señal de salida ¿Cómo es posible? Debía ser la única estación de Londres que no estuviera plagada de carteles informativos.
Llegamos a unas escaleras mecánicas muy largas hacia arriba. Por aquí no había pasado, y eso que apenas habíamos andado un cuarto de lo que yo antes. No lo entiendo, pero me da igual, la salida debía estar cerca.
Una vez arriba continuamos. Estoy ya harto de estos pasillos, empiezo incluso a pensar en comprarme una bicicleta para no usar el metro en una larga temporada, me vendría bien hacer un poco de ejercicio para despejar la cabeza. Seguimos y seguimos.
—¿Queda mucho? —Pregunto.
Los guardias se limitan a mirarme y seguir caminando.
¿Qué coño le pasa hoy a la gente? ¿Dónde quedaron las buenas formas inglesas?
Llegamos a otras escaleras mecánicas muy largas, pero esta vez hacia abajo. No puede ser, esto baja demasiado de nuevo.
—¿Cómo es posible que tengamos que bajar otra vez? —pregunto esta vez más nervioso.
—Vamos —dice uno de ellos tratando de agarrarme del brazo, pero no se lo permito— limítate a seguirnos y no armes escándalo.
Estoy empezando a cabrearme, esto no es posible.
Llegamos al final de las escaleras y pasamos otros quince minutos caminando. ¿Qué está pasando aquí? Comienzo a sudar y a respirar con dificultad.
Me paro en seco.
—¡No pienso dar ni un paso más! —grito— ¿No se dan cuenta de que llevamos más de una hora caminando y no hemos llegado a ningún lugar?
Uno de los guardias hace el intento de agarrarme pero le empujo y aprovecho el impulso para salir corriendo en la dirección opuesta.
—¡Vuelve aquí!
Corro hasta llegar a las escaleras largas por las que habíamos bajado, pero en vez de subirlas decidí tirar por otro pasillo que hay a la izquierda, bajo unas escaleras de un salto y giro a la derecha. Los pasos y los gritos de los guardias se escuchan cerca. Sigo corriendo, derecha, izquierda, izquierda, derecha… el corazón se me va a salir del pecho, llevaba tiempo sin hacer deporte, mucho tiempo, pero no sé si lo que me pone más a mil es la carrera o los nervios que me está produciendo esta situación. Sigo por un pasillo largo y al girar a la derecha ¡Sorpresa!
Estoy de nuevo en el andén.
Llego hasta el final de este y paro, ya no escucho a los guardias por lo que decido sentarme un momento en los asientos a descansar, el corazón se me va a salir por la boca. Estiro las piernas y echo hacia atrás la cabeza. Trato de relajarme pero es imposible, esto no es normal. Tiene que ser una pesadilla, eso es, seguro me he quedado dormido de camino a casa, estoy soñando y a saber cuanto llevo en esta situación, apuesto a que estoy ya en una de las últimas paradas de la línea. No puede ser otra cosa más que una maldita pesadilla.
Entonces escucho los pasos de los guardias que debían venir por el fondo del andén, pero el ruido de estos se difumina por otro mayor: el del metro llegando.
Cierro los ojos con fuerza y trato de convencerme para despertar.
—¡Despierta, despierta vamos!
Los guardias cada vez están más cerca, el metro también.
—¡Vamos, tengo que despertar de esta pesadilla por favor!
Deben de estar casi encima ambos, el metro y los guardias. Justo entonces se me ocurre la manera de despertar.
Me levanto y sin pensarlo lo hago.
Por un momento es como si el tiempo se parase, y a pesar de estar casi seguro de que esto es una pesadilla, el miedo inunda cada poro de mi piel, parece tan real, pero ya no hay vuelta atrás, sea lo que sea, esto se ha acabado. Si es un sueño despertaré en el metro, si me he vuelto loco y esto no es una pesadilla mi penosa vida habrá llegado a su fin. Abro los ojos y veo la luz, pero no estoy muerto aún, y espero no estarlo en los próximos segundos, es la luz del tren, está a un metro de mí y yo estoy en su camino.
Despierto dando un salto del asiento y grito.
Estoy en el vagón del metro, la poca gente que hay a mi alrededor me mira con cara de espanto. Estoy sudando a mares y a saber las cosas que habré hecho mientras estaba en esa maldita pesadilla. Porque era eso: una pesadilla.
Entonces una gran alegría me invade, jamás había sentido tanta felicidad. Sonrío y me siento como si la vida me hubiese dado otra oportunidad.
Había sido tan real… creía que jamás saldría del metro. Entonces me percato de que aún estoy aquí y eso me produce un poco de temor, pero se pasa al instante, pues me siento bien, me siento despierto y vivo.
El tren está empezando a frenar. Me levanto para fijarme hasta qué parada he llegado mientras dormía, aunque me daba igual incluso estar en la última. Poco a poco empiezan a verse las luces del andén a través de las ventanas de los vagones de más adelante.
Y entonces llegamos.
Mi cara debe haberse tornado del color de los azulejos, toda esa felicidad que sentía segundos antes se desintegra en un instante, mi mundo se derrumba como un castillo de arena que es alcanzado por una gran ola y soy arrastrado como tal hacia un océano de terror, angustia y desesperanza.
He vuelto.
La misma estación.
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