Salir y pasear por esos campos verdes de árboles altos, era mi forma de disfrutar de aquello que Dios nos regaló.
Dicen que uno es como un árbol, pensaba que se referían a esto por echar raíces en el lugar donde se nace. A los 18 años por asuntos ajenos a mi familia tuvimos que mudarnos a un sitio desconocido totalmente para mí, pero muy familiar para mi padre. En este pueblo las mujeres jóvenes permanecían en casa, yo no. Mi papá era un hombre que trabaja la tierra y yo herede sus conocimientos en la agricultura.
Después de un tiempo me gustó tanto el lugar al que nos mudamos, porque nunca había visto en la noche una luna tan grande que si la contemplaba parecía que me hablaba. En las mañanas acostumbraba a sentir la tierra con mis pies descalzos, estiraba los brazos como si fuera a tocar el cielo, cerraba mis ojos y llenaba mis pulmones de aire puro hasta que mi corazón quisiera dejar de latir por sostener la respiración unos cuantos segundos. No se necesitaba de una alarma para saber que un nuevo día empezaba. Aquel sonido de los pájaros era tan fuerte que no molestaba y me motivaba a salir de la cama.
Pasaron varios años y muchas estaciones. Y entre varias hojas secas que me dispuse a pisar al presenciar un otoño, la vida me puso en frente del que se convertiría meses más tarde en mi compañero de viaje en mi paso por este mundo. Manuel era su nombre, un hombre apreciado en el lugar que vivía por su práctica innata de valores. Era alguien que sin duda se podía querer con facilidad, pero enviudo y tenía una familia constituida.
Las creencias de toda una sociedad aquel entonces, no veía con buenos ojos que una mujer se casara con alguien que enviudo y mucho menos si había hijos de por medio. Sin embargo, terminamos formando nuestra propia y numerosa familia, pues tuvimos 8 retoños. Me gustaba decirlo así, porque tuve el privilegio de criarlos a todos. No todo fue felicidad, allá en el cielo tengo a un ángel guardián. El hijo varón que falleció, hasta el último de sus días me hizo muy feliz al llamarme «mamá».
Estando en una cama de sabanas blancas y después de algunas preguntas que me hizo una joven, en mi opinión era lo que más recordaba y pude contárselo. Pero luego de un instante se apartó de mí sin explicación. Pensé que estaba soñando, de pronto escuche que hubo un accidente y decían que había un muerto, alguien lloraba con desesperación y decía «papá no me dejes». Normalmente cuando soñaba podía verme como si fuera otro individuo, pero no sucedió así. Al poco tiempo, se escuchaba que muchas personas empezaron a correr y las luces se encendieron completamente.
Cuando quise levantarme, mis manos no pudieron ayudarme porque las tenía vendadas completamente y al mirarlas parecía que me habían vendado para ir a una pelea. La noche de aquel día parecía que iba a ser eterna por tanto ruido que había, el llanto de las personas y el sabor agrio que sentía en mi paladar. De pronto vino una muchacha que decía ser mi hija, recordaba aquella mirada pero no su nombre. Para dirigirme a ella con más confianza y agradecerle su compañía, me atreví a decirle, ¿como te llamas?
No conseguí mi objetivo porque enseguida de sus ojos brotaron unas cuantas lágrimas, eso me puso muy triste, pero no lo recordaba. Sin embargo quise remediar lo que provoque y le dije:
– No te sientas mal por no decir tu nombre, yo recuerdo tu mirada y ese gesto de poner tu cabeza sobre la mía y decirme que me quieres. Yo también te quiero, hija.
Al querer suspirar por lo que causo esta escena en mí, sentí la molestia de una mascarilla en mi boca. Ella también la traía y eso también hacía que no recordara su nombre. Había conciliado el sueño y al día siguiente ocurrió que mi estado mejoro, eso decía el doctor. A él si lo identifique rápidamente por su atuendo.
Me trasladaron a «Medicina Interna», así me lo comentó una nietecita, de ella si me recordaba porque una enfermera me dijo que venía en camino y para evitar lo que sucedió antes pedí su nombre. Aun si no me lo hubieran dado lo habría recordado. Esos ojos color café de esta joven no los tenía nadie y con sus chistes acertados algunas veces y otros totalmente descabellados me había sacado muchas sonrisas, así que en cuanto llego, la visualice haciendo sus tareas frente a un computador y yo llegando hasta donde estaba con una tacita de café con pan en las mañanas y escuchándome decirle:
– Estefanía, sírvete un cafecito para el cansancio. La cabeza piensa mejor con el estómago lleno.
Había pasado algunos días en el hospital, luego de tanto medicamento, exámenes y la visita constante de doctores y enfermeras era imposible no darse cuenta. Quise platicar con quienes me visitaban como al inicio, pero no podía. Creí que perdería el habla e incluso que llegaría a morir por el estado en el que me hallaba. Abrir y cerrar los ojos para aprobar algo que me preguntaban era mi única herramienta de comunicación.
Sin embargo, Estefanía me contó lo que había pasado, ahí recordé quienes eran las tantas personas que habían ido a visitarme, entonces nunca pase sola. Pero cada día por la noche era alguien diferente a la mañana. Cuando empezaron a rotarse, ya podía identificarlos. Al parecer sufrí de un Traumatismo Craneoencefálico, eso explicaba que no fueron mis 75 años de edad los que provocaron el olvido de algunas cosas, entre ellas la causa que me llevó al hospital.
En aquel entonces experimente algo nuevo para mi, pues me había olvidado que el mundo entero sufría una pandemia. Eso limitaba las visitas, pero con ayuda de la tecnología pude saber del resto de la familia y por un video saber de mi pequeña consentida. Mi cuerpo envejeció, la piel estaba arrugada, los huesos me dolían, las venas de mis manos eran pronunciadas y aunque no tenía el cabello blanco, un accidente que tuve a mis 20 años ahora se evidenciaba con el dolor intenso que sentía en la cintura.
Me dificultaba poder moverme de la posición en la que estaba, me dolía las manos de tantos intentos que hacían las enfermeras para canalizarme los sueros. Sin duda aun estando así, sabía que me recuperaría y cada noche en mis oraciones le agradecía a Dios por un día más de vida y pedía por la salud de quienes compartían habitación conmigo.
Yo tenía compañía en esa dura situación, pero en frente había una abuelita a quien habían detectado cáncer y ninguno de sus hijos querían hacerse cargo, ¿cómo lo sé?, hubo una discusión entre ellos en el pasillo de la habitación. Al fondo se encontraba una joven con un hijo de 8 años apenas, y él estaba siendo cuidado por una vecina. La situación de aquella mujer era algo crítica y solo pensar que pudiera fallar su tratamiento, hacia que volviera a mi niñez, cuando perdí a mi mamá.
Las dos situaciones eran contemplar mi vida en otra dimensión. Yo enviudé a los 64 años, pero todos mis hijos ya estaban como personas realizadas. Mi trabajo continuo en los terrenos que habíamos adquirido junto a mi marido y disfrutaba mucho de la familia que tenía. Ellos a pesar de tener su hogar, nunca se desentendieron de mí y lo confirmé más estando en esta situación, en mi pensamiento solo había estado hospitalizada. Sin embargo, ya permanecí fuera de casa al rededor de 1 mes, porque mi etapa en una clínica no la recordaba.
Finalmente, cuando tuve consciencia del paso del tiempo, me dijeron que en 10 días exactos podría salir. Los esperé con ansias, pero eran menos pesados que al inicio, ya no había medicamento por sonda, tampoco sueros grandes en la noche y ya podía hablar y saborear la comida. El día que regresé a mi hogar fue como volver a nacer.
Cuando llegué a casa, todos mis nietos tenían una gran sonrisa en el rostro y sus ojitos llorosos, pues siendo niños no podían ingresar al hospital y no los había podido abrazar, ni consentirlos como me gustaba. Después de tantas travesuras y no ser reprendidos, mis mascotas corrían de un lado a otro al verme, anunciando mi llegada con cada ladrido que daban.
Tenía unas ganas inmensas de correr a repartir abrazos a mis nietos, y parecía que los perros querían lo mismo conmigo. Mis mascotas acostumbraban a realizar esto cuando llegaba a la casa, si no me mantenía firme podían tumbarme, después de todo ellos eran 2 caninos repletos de amor. Mis deseos pudieron haber sido enormes, pero tenía las posibilidades en cero, aquel instante.
Las secuelas de la Trombosis que también había sufrido, inmovilizaron mis piernas, así que ingrese a mi habitación en los brazos de mis yernos. Entonces, tenía que recibir mucha terapia para volver a caminar.
Cuando mis vecinos se enteraron de que había vuelto, no dudaron en visitarme y así ha sido desde que llegue a casa, cada semana un conocido diferente viene a verme, pero todos con algo en común, el aprecio que tenían por cómo fui con ellos. Sin duda el respeto y la humildad llegaron a ser los valores principales que me han permitido tener personas extraordinarias en mi vida.
De todas las visitas que pude recibir, había una que esperaba con anhelo. Mi mejor amiga, mi viejita le decía yo, porque a pesar de tener casi la misma edad, por el arduo trabajo que había realizado desde pequeña, ella aparentaba ser de más años y la vida que tenía en pareja no era muy buena.
Me quede esperando esa visita, al cabo de dos meses cuando ya logré caminar fui a visitarla. No acudí a su casa, sino a su tumba. Al día siguiente de haber llegado a mi hogar, ella falleció y no pude acompañarla. No sé que me dolió más, si saber que había muerto o enterarme por su hija que mi amiga confiaba en que yo me curaría antes de su muerte.
La vida me reservó este día que no existió, para que pueda verla al morir.
Mañana es mi cumpleaños, el número 76. Ahora que estoy sentada en el sillón rojo de la sala, cubriendo mis piernas con una manta, vistiendo un abrigo muy grueso por el frío que hace y sirviéndome una taza de chocolate con galletas junto a mi pequeñita, me doy cuenta de lo efímera que es la vida al no recordar parte de lo que he vivido. Aquí esta ella leyéndome uno de sus cuentos favoritos, haciéndome un montón de preguntas a las que por más que le dé una respuesta, siempre querrá saber más.
Extrañaba esas pláticas, y esa convivencia en la que yo volvía a ser niña junto a ella cuando me involucraba en sus juegos.
Aquellos días en los que el habla y mi movilidad eran nulas, me sentía inútil y las ganas de llorar me invadían. Los 10 días para saber si esto no sería permanente, recordé con más claridad mi paso por la vida de quienes me tuvieron en la suya.
Entonces hoy, aún no puedo creer que mañana vaya a celebrar la culminación de un año más de vida que pudo haber sido el último. Aun si fuese así, le agradecería una y otra vez a Dios por regresar a mi hogar y presenciar a toda mi familia. Todos lucharon conmigo hasta el final y no me abandonaron en un asilo, como otros acostumbran.
A Dios gracias, porque tú también eres parte de mi familia. Y recuerda que si no vives para servir, no sirves para vivir.
Autor: Estefanía Parra
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