Revisé mi expediente enfrente de la guapa Leticia, enfermera del consultorio del doctor Gil. Ella me atiende y vigila de reojo, mientras se ocupa de sus carpetas y de que la sonda que me devuelve a la vida, no detenga su función.

Tantos males con nombres extraños, podrían accionar el miedo en algunos de mis contemporáneos, competidores obligados de la carrera final donde el último se lleva el trofeo, el ingrato premio de la soledad senil. Pero ese no es mi caso, soy sobreviviente de cinco operaciones durante mi tránsito terrenal, dos de ellas salvaron mi vida o la prolongaron hasta este momento. No tengo miedo, asumí mi final con el final de otros menos afortunados que partieron antes. Aunque al desconocer la dimensión posterior y con la referencia habitual de esperanzas de eternidad sin dolor, no se quién  será el más afortunado, si quién sufre la ausencia ó quién va al paraiso. Lo afirmo porque hace tiempo borré del cuaderno de conceptos habituales la palabra destino, mi triunfo consiste en la ignorancia de él, aún con la certeza de la fatalidad. Ya mis años no descubren esperanzas, sólo es cuestión de tiempo el cambio de estado, del sólido animado a cosa inerte. Y eso está bien, ya es suficiente que el mundo soporte la necedad de un hombre que dio al mundo lo que estaba a su alcance. Renunciar no es dejarse morir en este caso, es una cuestion de solvencia vital que un individuo de realidades asume.

El Dr Gil. me miraba con nerviosa intermitencia desde la ventana, despachaba a otro cliente de su sala de esperanzas inútiles como yo le decía a su sala de espera plena de mis colegas «genarios». Creo que temía que me le escapara, como lo hice en mi última visita hace apenas una semana. Imprudencia que pagué con el retorno a este cuarto frío, que pretende fungir como el portal de tregua de cuerpos sin futuro.

Lo que no sabe él es que esa descompensación  que me devolvió a su consultorio, valió la pena.

Después de que uno renuncia al amor por esas limitaciones corporales y vicios morales y se encuentra con una mirada que le atraviesa el alma, la existencia se vuelve un objetivo a mantener.

Violeta Cárdenas interrumpió en el consultorio apenas me habia quitado la camisa para el electrocardiograma. Quería  saber el tiempo de espera.

A pesar de que me es indiferente, no me enorgullece la pelusa blanca sobre mi pecho y axilas, ni mi blancura lactea matizada de pecas y lunares. pero eso la detuvo. La dignidad de un viejo está en la valentía de asumir su estado sin pretender la ofensa o la aceptación.

Se quedó detenida en el umbral de la puerta contemplando aquella masa fofa que yo creía ser. Pero sus ojos hablaban de ternura, admiración y cuando se posaron en los mios al final de su recorrido visual, advertí ese deseo sexual ajeno dirigido a mi persona, como ente pertubador que creía sepultado en la fosa de mi resignación y mis lascivas fantasias de anciano. Unos segundos mas de exposición y esa mirada se convirtió en mi nuevo universo, en mi mundo particular.

El doctor tardaba, había salido. La enfermera que preparaba el aparato de análisis cardíaco, volteó con intención de arruinar el momento y decirle a Violeta con firmeza de sargento.

– Regrese a la sala de espera, ya el doctor la atenderá cuando llegué su turno.

No le hizo caso, insistimos con el mudo diálogo de miradas. Me hizo una señal inequívoca con su boca, tomé la camisa, me vestí, saliendo tras ella. Dejando  a la enfermera maldiciendo, al tratamiento que el doctor Gil me recetaría suspendido y al riesgo de agudizar la angina de pecho que me había llevado hasta allí.

Díez años separaban a Violeta de su edad y la mía. Díez años que hace cincuenta, significaba un abismo insondable de intereses y gustos. Hoy resultaban en un minúsculo escollo de aceptación a la piel con fecha de expedición, una fórmula de seguridad por donde transitar con prisa.

Violeta tenía díez años menos que yo e iba a su primera cita con el último médico de su vida, el geriatra Gil. Creía  como yo en su momento, que los primeros ataques de hipertensión son la sentencia absoluta de nuestro final.

Hacía tres años había enviudado de alguien  mayor que ella, que según su advertencia le hizo felíz hasta que debió morirse. Le conté con brevedad de mi relación vital y mi viudez. Pero, yo tenía urgencia no por olvidar, sino por recorrer la breve historia que la vida me ofrecía cuando ya creía cerrado el teatrino de mi comedia particular. Ambos coincidimos  en que los recuerdos no debían estorbar el chance de experimentar la aventura a la que habíamos sido convocados.
Mi pequeño Volkswagen  del 72 fue recorriendo la ciudad, tomando dirección al litoral. Cursábamos el paseo inmersos en una atmósfera de palabras y miradas que intentaban explicar la locuaz  acción que acabábamos de iniciar y daban las señas particulares de nuestras identidades. Hasta que el basto azul del mar Caribe estuvo frente a nosotros. Detuve el auto. La playa sola, el viento suave y el ardiente sol matinal, convidaron a nuestros pies  a experimentar la caricia de espuma del oleaje. Avanzamos hasta que el agua nos cubrió la cintura. Tomé su mano, para que la fuerza del agua no la tumbara. Instintivo y alterado por la fragilidad de aquél cuerpo en decadencia. Me vi en sus ojos y confundí la intención, ¿Me sostenía o la sostenía a ella.? Nos vimos vulnerables, cogidos de la mano que nos daba el apoyo y nos salvaba de las salvajes aguas del tiempo. Así, con movimientos aprendidos rescatados del inconsciente, fuimos manejando las olas. Combinados a ellas, confirmamos que la naturaleza estaba de nuestra parte. En un instante una enorme ola apareció al costado y sostuve a Violeta pegada a mi cuerpo para no ser arrastrados. Tal pretexto me valió un beso, así acabaron las palabras de reconocimiento, aquél abrazo integral nos conjugo sin verbo. 

Escapados de la dimensión del mundo real encontramos alimento, plaza que visitar y noche para intimar.
Con seguridad nuestros seres afectos, ya nos estarían buscando.
– Se fue detrás de la señora Cárdenas. Su padre es un caso perdido.
– Salió con el señor Bonilla, parecían adolescentes. Ella lo provocó.
Puedo imaginar los argumentos de mi guapa enfermera, quien en su tiempo se había negado profesionalmente a mis inútiles y osadas propuestas. Puedo adivinar la respuesta de mi hija, respirando con un dejo de alivio – !Viejo sinvergüenza¡

Elegimos un hotel de la costa con vista al océano y al tránsito celeste de la luna. Música, vino blanco, marisquería y deseo. Reunimos tales ingredientes para llenar nuestros cuerpos vacíos, ávidos de la caricia humana. Enredados en sábanas nos descubrió el día y el otro, y el siguiente. En algún momento dimos parte a los familiares de nuestra fe de vida, sin responder reclamos.

Una piel se descubre desde el rostro nuevo. El morbo vuelve revitalizado, como campeón invicto a pervertir la función paralela de los órganos. El amor se explaya en cada latido  haciéndose absoluto. Nos amamos sin la necesidad de conocernos, sin propósitos ajenos a la contemplación mutua, al roce, al placer de tenernos.
Concentrar las fuerzas en la complacencias, descubrir nuestra ternura, como se descubre una tierra ajena, recorrida mil veces por viajeros extraviados, dispersos en un futuro incierto, por lo que no supieron apreciarla.
De la cama a la mesa, de la mesa a la cama y de ésta a la playa, al mar de su entrepierna, al cálido sueño de los condenados. Sin aditivos, sin alternativas, sin salvavidas o estimulantes ajenos a nosotros, más  que el encuentro de dos soledades creando una realidad. Todo en una semana, como si mi historia fuera rebanada en dos partes. Una, el recuerdo, otra el presente, ambas con el nombre de mujer grabado en el respeto. Una vida de siete días, otra de setenta años. Ya sin excusas puedo despedirme y sin embargo, ella está allí y espera que me quede y es lo que ahora quiero.

Seguimos conjugando nuestro presente. Lo llenamos de confesiones y caricias, no teníamos  otra cosa. En retiros de reposo me reveló intimidades, yo, las mías. Tanto que sin vergüenza y triunfal, confesé sorprendido que volví a complacer sin asistencia química después de varios años. Camila Bracho, mi ex esposa por separación mortal, estaría puteandome la madre desde el nicho en que esperaba la compañía de mis huesos calcinados. Ya los viejos conceptos carecen de esencia.
El séptimo día mis hijos insistieron en el regreso. Su hija la puso en tres y dos. Un día más y vendrían a buscarnos. Nos hizo gracia que dijera que el hotel no era el barco de los «Tiempos del Cólera» y que «Fermina Daza» era una mujer de ficción inventado por un escritor loco, no ella, no su madre.
Esa madre le respondió tajante.
– ni se les ocurra venir, ya aprendimos a huir.
Si ellos vieran nuestras caras de enajenamiento tal vez comprenderian, nuestra decisión.

Y así hubieramos seguido, de no ser porqué mi setentón y celoso corazón se rebeló al exceso físico y traicionando nuestra larga y armoniosa amistad me dio una advertencia más. El dolor en el pecho, la falta de oxígeno, el grito angustioso de ella, ambos desnudos, trémulos, sudorosos.

Una mujer hecha de metal y algodón, sabe que hacer en los momentos urgentes. Hasta manejar un auto sincrónico del siglo pasado, por la autopista hasta Caracas a lo que daba el acelerador. Colocar la pastilla debajo de la lengua de un copiloto asustado y pálido, avisar sin alarmas a mis hijos y llamar al doctor Gil para que nos espere en su consultorio.

Afuera, en la sala de espera del doctor Gil, Violeta aguarda. No su turno para que le atiendan. Sino la sentencia que mi caso tendrá. Permanece serena, sin remordimientos. Mirando a mis hijos preocupados, con la misma ternura con la que enfrenta a su hija. Los tranquiliza de vez en cuando.
-Saldrá de ésta – les anima mientras recorre los recuerdos recientes con picardía, es la referencia que queda, la última. Sabe que de no repetirse tendrá mis palabras porqué yo me quedo con ella. Así lo siento, aunque no sea mi voluntad.

La vida es una aventura que dura hasta que se acaba, hasta que deje de fluir ese milagroso caudal de sangre que nos sostiene adheridos a la belleza y a la fealdad del mundo, elementos necesarios para entenderlo y amarle, y yo Pascual Bonilla con todo el peso de los atemorizantes nombres que aparecen en mi expediente, ya liberado, sin expectativas, solo puedo testificar que estoy vivo, como toda la humanidad en nuestras salas de espera.

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