La bella Helena, reina de Esparta estaba lista para llegar al salón a dónde recibirían junto a su esposo Menelao a los príncipes de Troya, Héctor y el joven Paris. No sabía el porqué de su turbación ya que nunca le importaban esas visitas protocolares. Ella sólo era utilizada por su marido como un trofeo para exhibición. El rey era bastante perverso, le gustaba ver las miradas de lujuria que los hombres le hacían a su mujer, y así “su hombría se sentía regocijada”. Él tenía el tesoro más preciado, la mujer más bella del mundo antiguo. Y que lo envidiaran le daba un inmenso placer.
Pero no había logrado enamorarla, había poseído su cuerpo frígido como una estatua, pero sus labios estaban cerrados. Y esto le enfurecía. Por eso la humillaba noche tras noche. La mandó a traer con sus esclavos y allí apareció. El silencio reinó por un instante y las miradas de la joven y Paris se cruzaron para siempre, dando inicio a una pasión y tragedia que no tendría límites. Sus ojos se entendieron y ella entreabrió esos labios de fresa que hipnotizaron al joven.
Se escaparon al jardín en penumbras, de la mano, y la luna llena irradió su luz destacando aún más la belleza de esos labios. La vio preciosa con su vestido negro bastante abierto que dejaba traslucir las esbeltas piernas. Su cabello largo y dorado, caía como una cascada, y por último su bello rostro. Y sus labios de fresa. Esos por los que había valido la pena cruzar el mar y las tormentas, todo para estar allí, con ella. Al fin la tenía frente a frente. Helena no podía disimular la alegría de ese ansiado momento. Se acercaron, se miraron y tomados de la mano se dieron el primer beso. Un beso tan eterno como fue la guerra que se desató cuando los enamorados escaparon dejando al marido abandonado. Y sin un beso.
Eran jóvenes y hermosos, y los besos eran cada vez más intensos y apasionados. La boca de Helena era de un sabor delicioso y Paris parecía dispuesto a comerla toda. Mientras la pareja se besaba una y otra vez, afuera la guerra devastaba a griegos y troyanos. Tras largos diez años de asedio, finalmente Troya fue destruida, Paris muerto al igual que todos los troyanos, y allí sola, Helena esperaba la muerte. Pero cuando Menelao la tuvo frente a frente la vio tan delicada y virginal, que arrojó la espada con la que había jurada darle muerte, y mirando fijo esos labios rojos cayó rendido a su belleza. La atrajo hacia sí con brusquedad y besó por primera vez esa boca negada con sabor a fresa, y quedó tan prendido de ella, que la perdonó y la llevó de regreso con él. ¡Y todo por un beso!
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