Abrí los ojos, desperté con el haz de luz del sol que entraba entre las rendijas de la persiana de mi dormitorio. Tumbada en la cama, volví a cerrar los ojos y me dejé llevar buscando los sonidos que se escondían tras la ventana. Podía oír el sonido del cantar de los pájaros, el sonido de las hojas de los árboles, el sonido de la propia naturaleza.

Tras un buen rato de disfrute de aquella serenidad, me incorporé de la cama y subí la persiana. Los rayos del sol calentaban mi rostro, podía ver las montañas arboladas encima de aquellos cerros, el Cerro Negro. Era magnífico despertarse con aquella dulzura.

Una voz que provenía de la cocina rompió aquella paz tan irresistible:

-Leire, voy a la tienda.

Era mi abuela María. Todos las mañanas iba a la tienda del barrio a comprar el pan. Salí de mi dormitorio y fui tras el pasillo para llegar a la cocina. Allí estaban mi hermana Laura y mi prima Sonia.

Cuando nos daban las vacaciones de verano, mi hermana y yo veníamos a casa mi abuela María y nos pasábamos allí todo el verano. Nuestros padres trabajaban en una tienda en la ciudad, en Talavera de la Reina. A nosotras no nos importaba quedarnos con nuestra abuela. Todos los años estábamos deseando que llegase el verano para irnos al barrio Santa María. En la ciudad no podíamos salir a la calle a jugar, había muchos coches. Cuando estábamos allí solamente íbamos al colegio y cuando terminaba, mi madre nos recogía e íbamos a casa a comer; y luego, todas las tardes estábamos con mi madre y mi padre en aquella tienda en la que trabajaban hasta las 8 o 9 de la noche. No salíamos a jugar como los demás niños, no solíamos ir al parque. Odiábamos la ciudad. Ahora tocaba disfrutar de aquel barrio.

Laura y Sonia estaban preparándose el desayuno. Un vaso de leche lleno de galletas, cereales… Salimos al patio a desayunar. Nos encantaba aquello. Me senté en la silla blanca de plástico del patio, la frescura de las plantas era inmejorable.

-Sonia, ¿sabes donde podemos ir luego? -dijo Laura.

-¿Dónde? -respondió Sonia.

-¿Cogemos las bicis y nos vamos a dar una vuelta por las calles del barrio? -propuse.

-¡Vale! ¡Es buena idea! -dijo Sonia.

La mesa blanca de plástico iba pareciendo más bien una mesa de lunares marrones, trozos de galleta encima de la mesa, algunos se quedaban pegados porque ya habían estado mojados con la leche. Mi abuela se dispuso a limpiar la mesa. Pensé en que no podía dejar a mi abuela hacerlo sola, así que, cogí una bayeta y la ayudé.

-Mami, ¿podemos irnos a dar una vuelta con las bicis? -preguntó mi prima Sonia a mi abuela.

-Vale, pero no vayáis muy lejos, no vayáis a la carretera.

Mi prima siempre llamaba «mami» a mi abuela. Era de forma cariñosa. A mi abuela tampoco la molestaba que se lo llamara. Quizás la llamaba así por el tiempo que había estado mi abuela María cuidándola mientras sus padres trabajaban. Mi abuela era un mujer bondadosa, todo lo poco que tenía lo ofrecía, la encantaba que mi hermana y yo nos quedásemos en verano con ella. Era feliz cuando estábamos nosotras. Hace ya 6 años que no está aquí mi abuelo Tito, eso mi abuela lo nota bastante; por eso, cuando estamos aquí, mi hermana y yo queremos verla feliz.

Cogimos las bicis, las tres eran rosas, las tres eran iguales. Salimos por la puerta del patio y nos dispusimos a recorrer las calles del barrio las tres juntas. Íbamos sin rumbo, pero juntas.

-Venga, Sonia. Tú delante. -dije a mi prima.

Sonia puso el pie derecho sobre el pedal, apretó y empezó a pedalear. Mi hermana y yo fuimos tras ella. La calle donde vivía mi abuela, la calle Santa Engracia, era la más ancha del barrio, así que, cabíamos las tres en línea. Pocos coches había circulando por el barrio. La gente de allí nos conocían. Era como un pequeño pueblo.

Llegamos al final de la calle, giramos a la izquierda. Pasamos por el pequeño parque del barrio, me gustaba mirar las paredes del parque porque estaban pintadas con dibujos de Mafalda, Mortadelo y Filemón… aquellos dibujos lo pintaron los niños del colegio Santa María, seguimos adelante y llegamos al polideportivo. Siempre estaba abierto y a todas horas, era un polideportivo abierto, al aire libre; eso no lo había en la ciudad, eran cerrados (interiores) y no podías usar las instalaciones, en cambio en el polideportivo del barrio Santa María, sí. Dábamos vueltas con las bicis por allí, pasamos las pistas de fútbol, de baloncesto, la pista de fútbol de tierra… me sentía libre.

Fuimos por la otra puerta de salida del polideportivo y decidimos seguir por el barrio. Pasamos el bar, por la plaza (una pequeña y acogedora plaza), por la iglesia y por la tienda.

Llegamos a casa de mi abuela. Allí nos estaban esperando mis tías y mi abuela para comer. Esas deliciosas patatas fritas y filetes de lomo empanados eran deliciosos.

-Bueno niñas, esta tarde vienen vuestros padres y ya os vais. Os voy a echar de menos. -dijo mi abuela.

-No me quiero ir. -dijo Laura.

-Yo tampoco, abuela -protesté.

-Si fuese por mí, sabéis que os podríais quedar más, pero ya va a empezar otra vez el colegio. -respondió mi abuela.

Después de comer vinieron nuestros padres. Estuvimos jugando en la calle con mi prima. Jugamos al castro, a la comba, al fútbol… aprovechamos de la libertad de no estar en la ciudad. Aquello ya terminaba, pero, al menos, vendríamos los fines de semana y volveríamos a tener el barrio Santa María.

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