—¿Siempre seremos amigas verdad? — le preguntó María a Julia.

—Pues claro que sí —contestó Julia mientras se colocaba bien la mochila que le caía del hombro izquierdo.

Las dos amigas, se dirigían juntas al colegio como cada mañana, desde hacía unos cinco años. Cuando cumplieron diez, sus madres decidieron que ya era el momento de que fueran solas al cole. Eran vecinas de pared de manera que se conocían prácticamente desde el día en que nacieron. Vivían en una preciosa y tranquila calle adoquinada situada muy cerca del centro del pueblo. De pequeñas, solían cruzar por el tejado de una casa a otra mientras sus padres que, además de vecinos eran también amigos, comían tranquilamente ajenos a las aventuras de sus hijas. Según fueron creciendo, empezaron a adquirir conciencia del peligro que suponía caminar sobre la fragilidad de unas tejas, cada vez más deterioradas por el paso del tiempo. Sus vidas dieron un giro brusco cuando, por fin, lograron satisfacer su necesidad vital de adquirir un móvil. Julia, aún recordaba lo que tuvo que llorar para conseguirlo. Fue en su último cumpleaños cuando le regalaron el tan ansiado aparato. Desde entonces, Julia y su cacharrín, como ella lo llamaba, se habían vuelto inseparables. Estaba tan enganchada, que no era capaz de aguantar una clase entera sin echarle un vistazo. Sabía que, en cualquier momento, el profesor de turno, se lo requisaría en cuanto la pillase, pero, el riesgo, merecía la pena con tal de que desapareciese la desazón que le producía oírlo vibrar sin saber por qué. Sus notas de clase habían bajado en su último trimestre, pero, Julia, no parecía preocupada por ello. Todos sus compañeros estaban igual que ella así que » mal de muchos…». Todos, excepto María, claro. Ella era capaz inclusive de dejarse el móvil en casa sin preocuparse lo más mínimo. Decía que para qué, que no lo necesitaba. Últimamente, Julia, notaba a su amiga algo triste y distraída.

—¿Qué te ocurre María? —le preguntó al volver del colegio tras oírla suspirar por cuarta vez.

—¿No te das cuenta verdad? —contestó María con un tono más inquisitivo del que hubiera deseado—. Ya casi no hablamos. Siempre con el móvil a todas horas. Parece que ya no me necesitas.

—Pero qué bobadas dices, pues claro que sí. Es sólo un entretenimiento, nada más. Lo raro es lo tuyo. Tuve tu cargador del móvil dos días en mi casa y no lo echaste en falta.

—Mira lo que encontré ayer — dijo María mientras metía la mano en el interior de su mochila.

Del interior de la mochila, sacó un trocito de teja, de la primera que rompieron cuando eran pequeñas. Escrito con rotulador aún se intuía la fecha: 30 de Julio de 1995. María, la tenía guardada en una caja y, cuando se puso a ordenar su armario, apareció. Rememoró el día en que se aventuró a cruzar el tejado. Julia era mucho más intrépida que ella y María no se decidió a subir hasta que su amiga lo hizo cien veces. Ese día, se puso tan nerviosa que le temblaban las piernas de manera que resbaló. Por suerte, Julia la pudo coger y evitar un fatal accidente. Fue entonces cuando lo supo. Julia era y sería siempre algo más que una amiga para ella. Sólo cabía esperar y confiar en que algún día se produjese el milagro y fuese correspondida.

—No me lo puedo creer— dijo Julia asombrada—. ¿Aún guardas esto?

¿Eran imaginaciones suyas o los ojos de Julia se habían puesto brillantes de repente?

El pantalón de Julia empezó a vibrar así que, instintivamente, cogió su móvil para ver qué mensajes nuevos aparecían en su pantalla mientras cruzaba la calle.

Un sonido desgarrador y, acto seguido, silencio. La gente gritaba en torno a María, pero ella no conseguía oír nada. Veía vecinos llorando y agolpándose a su alrededor para ayudar a su amiga Julia que había sido brutalmente atropellada por un coche que, seguramente, excedía y con mucho la velocidad permitida. Esas caras tan conocidas desde su infancia y tan irreconocibles en esos momentos de confusión en los que nadie daba crédito a lo que estaba sucediendo. Pero María no conseguía escuchar nada y, al poco tiempo, se dio cuenta de que tampoco podía hablar. Dos de sus cinco sentidos se habían abolido en fracciones de segundo. Estaba completamente bloqueada, pero, para su desgracia, sí podía ver. Lo vio todo, a cámara lenta. Vio como Julia volaba por los aires para estrellarse contra el suelo adoquinado de la calle, ésa por la que tantas y tantas veces habían andado, corrido, reído, llorado, en definitiva, vivido. Sabía que esa imagen la acompañaría el resto de su vida y que dejaría una huella imborrable. Sabía que ya nada volvería a ser igual.

—Toma cariño, es su mochila, dásela tú a su madre. Deberías irte a casa María —le dijo Paquita, la vecina de enfrente, con la cara desencajada.

María no sabía qué le estaba diciendo Paquita. Veía a su vecina dándole la mochila de Julia, pero no podía escuchar nada. Seguía en fase de shock. Como tampoco podía hablar para explicar las cosas, decidió coger la mochila, pero ésta, estaba mal cerrada y, al cogerla al revés, se cayó el contenido al suelo. En ese momento, por fin, recuperó el habla y pudo romper a llorar. Con los ojos anegados de lágrimas empezó a coger las cosas de su amiga del suelo, pero, se detuvo. Por segunda vez, el tiempo se volvió a interrumpir para María. En el suelo, junto al amasijo de libros, papeles y lápices de colores, había algo que no esperaba encontrar: Un trocito de teja rota del 95

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