Mamá estaba de pie frente al fregadero de la recocina librando una batalla sin cuartel contra sartenes y cacerolas en rebeldía, que ofrecían una resistencia feroz a ser despojadas de su negra coraza bien ganada hacía tiempo por los servicios prestados en contienda a las órdenes de su madre.
“¡Pobre hija mía! ¡Tantos años huérfana!¡Y al fin, forzada a abjurar de su promesa de partir sin mirar atrás por siempre y más allá de la eternidad!¡ No sabes cuánto lo siento!” se atormentaba en silencio Julián.
“¡Más les vale que se comporten como corresponde porque si no, bien sabe Dios que hoy mismo van a descubrir lo que se esconde en las famosas calderas de Botero!” mascullaba entre dientes, mientras una gota de sudor resbalaba por su crispado rostro.
– ¿Decías algo mamá? -. Pregunta furtiva escondida ya antes de ser pronunciada en boca de un niño de diez años, que sentado en una vieja silla de anea con la madera carcomida por las termitas, escondía su cara dentro de un viejo tebeo que había encontrado al llegar a aquella vieja casa.
– ¿Necesitas ayuda, hija? – Ofrecimiento vacuo de un septuagenario tacaño y egoísta que durante toda su existencia había vivido por y para él. Hasta el día que con su esposa ya difunta y viviendo en una residencia, un devastador brote de coronavirus y unas medidas de protección inexistentes, obligaron a la directora del hogar de ancianos a instar a los familiares de los residentes con buen estado de salud y libres de contagio, a recogerlos en sus casas, en un intento de librarlos de un final fatídico.
Un silencio atronador fue la respuesta a ambas preguntas.
Allí estaban sentados frente a frente nieto y abuelo, dejando ver al fondo entre ellos, la figura de María, vestida como si los últimos treinta años no hubieran ocurrido en su existencia, y estuviera ayudando a su madre después de la comida dominical.
Allí estaban sentados dos extraños sin dirigirse la mirada: el muchacho jovial distraído con las aventuras de Mortadelo y Filemón, feliz de que nadie indagase en su mundo interior y el anciano sin serlo, desposeído por primera vez en su vida de su arrogancia y su autosuficiencia, con la cabeza gacha, avergonzado a merced del merecido desprecio y desdén que durante años a buen seguro habría gestado en sus entrañas, su hija.
Allí estaban en aquella vieja casa deteriorada por el tiempo a la entrada del pueblo que le vio crecer .Rodeada de lo que en tiempos fue huerto y zona ajardinada, se erigía una casa de dos pisos con buhardilla superior, de planta larga y estrecha para cobijar dos espaciosas estancias, una a cada lado de la correa de escaleras, ancha y circundada por una barandilla de barrotes de hierro oxidado sujetos bajo pasamanos de nogal.
En la planta baja, al entrar a la derecha del recibidor se hallaba la salita, un pequeño baño, la cocina y la recocina, desde la que se accedía al huerto por una pequeña puerta doble de hierro con ventana superior protegida por cuatro barrotes. A la izquierda una sala con utensilios de ebanistería vestidos por polvo apolillado se quedaba en el interior de la plaza de garaje que se situaba en el frontal y desde el que se accedía a la casa.
En la primera planta, el dormitorio de matrimonio se continuaba con un baño y una pequeña sala para costura, encima del garaje y lugar de trabajo y dos habitaciones individuales encima de cocina y salita. La estancia única abuhardillada que antaño hiciera las veces de granero, ahora cumplía funciones de desván. En su interior los ventanucos cerrados a cal y canto impedían la visión de una jungla de telarañas sobre las sábanas que cubrían los muebles y restos de pequeños inquilinos de campo que durante años habían vivido a cuerpo de rey aunque ahora tuvieran los días contados.
Una vez hubo acabado, María colgó el delantal, giró sobre sí misma y delante de los dos con cara severa, pero ya sin crispación les increpó:
– Es que no tenéis otra cosa que hacer que quedaros ahí como pasmarotes.
El nieto con desgana y fastidio, y el abuelo con apatía, se levantaron sin rechistar y se dirigieron al piso superior. La tecnología se había quedado en la ciudad. Lo más parecido a ella en esa casa era un viejo tocadiscos con la aguja rota.
Habían llegado aquella misma mañana. Un sentimiento de congoja aprisionaba el corazón de María a medida que se acercaban al desvío del pueblo en medio del páramo. Unos kilómetros más adelante, empezó a vislumbrarse la casa de su infancia. Sus acompañantes se mantuvieron imperturbables durante todo el camino desde la salida de la residencia: Juan, en el asiento de atrás, enfadado por el giro de los acontecimientos que había trastocado su rutina cotidiana, contra lo que nada podía hacer y Julián, en el asiento del copiloto, contrariado por la forma en la que, ironía del destino, el azar, si así puede llamarse a una pandemia mundial, se estaba cobrando toda su altanería y suficiencia.
Allí estaban detenidos delante de un enorme baúl de agrios recuerdos. Descargaron el coche – un compacto que contaba ya con diez años en su haber- y se encaminaron hacia la puerta principal tras cruzar un pequeño caminito con losas de pizarra rotas, flanqueado por setos secos que a su vez delimitaban lo que fueran los pequeños jardines de la dueña de la casa. Ahora yermos, llenos de matojos y hierbajos como su alma.
Giró la llave introducida y a medida que acompañaba con su mano la apertura, una orquesta desafinada, hacía lo propio con las bisagras. Era tarde y habían traído comida hecha, que sólo hacía falta calentar.
Dejaron el equipaje en el recibidor y se encaminaron a la cocina. El ambiente era desolador. María rescató algún utensilio de la alacena y del aparador, puso la mesa y calentó lo que había traído. La comida transcurrió en silencio, sin tensión, pero con el aroma de la indiferencia.
Una vez hubieron terminado, quedaba lo más difícil. Subieron las maletas al piso de arriba. Julián se quedaría en su habitación de matrimonio, María en su habitación de infancia y Juan…
Por un instante, el abuelo estuvo tentado de levantar la voz y gritar a su nieto a medida que se encaminaba a la habitación que le había correspondido en suerte, pero su hija le conminó de forma expeditiva para que no se le ocurriera hacerlo. Ambos se quedaron contemplando a Juan…
– ¡Hala! ¡qué chula! – mientras al niño se le abrían los ojos como platos. Los adultos no pudieron contener unas silenciosas lágrimas brotadas de lo más profundo de sus corazones.
María tenía nueve años y jugaba al balón en la calle con su hermano Luis, un año mayor. El balón se le escapó a la niña y el niño fue a por él. Su cuerpo quedó atrapado en el morro de una tractora que salió de la nada, arrebatándole su último aliento. Nada se pudo hacer y desde ese instante una densa y oscura bruma engulló cualquier atisbo de alegría en la familia.
Aquella niña que vio cómo su hermano, la abandonaba para siempre, quedó huérfana también del cariño y el amor de su padre y por ende del de su madre que, sólo a escondidas le regalaba abrazos consoladores. A sus dieciocho vino una huida hacia delante, sin mirar atrás. Logró terminar sus estudios de enfermería y de la mano de “Médicos sin Fronteras” recorrió el África subsahariana desde Etiopía hasta Guinea. Fueron años intensos y emocionantes de aprendizaje y sensaciones, que no lograron llenar el vacío que marcaba su amargura y su pesar.
Un día, iba a hacer ocho años en dos días, una mujer de Guinea Ecuatorial de su misma edad, Laye, fallecía entre sus manos, dejando a un retoño con dos primaveras. Repudiados ambos por su familia, María supo lo que tenía que hacer cuando los ojos de aquel niño del color del café con unos rizos apretados en su cabecita, quedaron cabalgando sobre los suyos. Fue un trámite sorprendentemente rápido y fácil. En ese momento decidió que su vida debía bajar el ritmo.
La madre de María llegó a saber de su existencia, pero nunca lo conoció. Murió cuando Juan, aún no había cumplido los tres años. Julián que nunca había dado su brazo a torcer y ahora se encontraba solo en el último suspiro de su vida, decidió que pasaría sus últimos días en una residencia, acompañado aunque en triste soledad.
La infancia de Juan fue complicada. María nunca había tenido la necesidad de comprometerse con nadie. A la falta de una figura paterna, la falta de un entorno y un calor familiar similar al resto de los niños, se le añadían los años que sumaba y las preguntas propias e inducidas que se agolpaban en su cabeza. Un día con nueve años, Juan le preguntó:
– Mamá, ¿tú tampoco tuviste padre? – esperando impaciente una respuesta.
– Mi padre desapareció el día, que salí de mi casa con dieciocho años – fueron las palabras que, con la frialdad de la muerte, surgieron de sus labios.
El chico afligido por aquella respuesta, nunca volvió a preguntar.
Apostados en medio del pasillo, oían el ronroneo y la excitación del chiquillo descubriendo un mundo desconocido para él. De pronto Juan salió con un portarretratos y la foto de un niño de su edad.
– ¿Quién es este niño, mamá? ¿Tengo primos?
María sintió como se derrumbaba por dentro, al tiempo que su padre detrás de ella, con un hilo de voz lograba decir:
– ¿Puedo?
Ella abatida, asintió con la cabeza, viajando con su mente en un instante a aquel triste día, mientras su padre pasaba por delante de ella y empezaba a explicarle a su nieto que…
María estaba acabando de preparar todo para irse a trabajar. Tenía turno de mañana.
– ¡Juan! ¡Me tengo que ir! ¡Ven a darme un beso!
El chico, solícito, fue a despedir a su madre.
– Está subiendo Rosa. Y te va a vigilar para que te conectes a las videollamadas de clase. Y haz los deberes…que después tu profesora me cuenta todo lo que no haces.
– Síii mamaaá. Vas a llegar tarde mamá.
– ¡Anda, que ya te vale!
Un beso y directa al hospital. Hoy le tocaba la unidad COVID de la UCI.
– Buenos días, ¿ qué tal? – ya en el vestuario.
– Pues mal. Ayer falleció Luisa y Javier no sé si pasa de hoy. Está muy mal- le informó su compañera de noche.
Javier, setenta años, tres hijos amantísimos, nueve nietos , dulce esposa…
Eran las once y media y volvía de tomar un café y de descansar un poco en la zona del “estar”. Se acababa de poner el EPI, cuando al entrar le apremiaron.
– ¡María! ¡Le está cayendo la saturación de oxígeno a Javier! ¡Llama al médico!
Fue el final. Solo. Una llamada informaba del desenlace a la familia. Se había ido.
El móvil le empezó a sonar en el bolsillo del pijama.
– ¿María Rodríguez?
– Sí, ¿ quién es?
– Soy Rocío Esteban, directora de la Residencia “Los Arcos” …
Sus músculos se tensaron. Nunca la había visitado, pero sabía…
-…Tenemos un brote y estamos desalojando a aquellos que se les ha hecho la PCR y no están contagiados…
Un momento de vacilación. Tres segundos
-… ¿señora Rodríguez…?
– Sí, estoy aquí.
Una hora más tarde.
– ¿Juan …?
– ¡Mamaá! ¿Qué haces aquí, …tan pronto…?
– Nos vamos.
– ¿Dónde?
– Recogemos a tu abuelo y nos vamos al pueblo. Esta casa es demasiado pequeña.
– ¿Al pueblo? ¿abuelo? ¡pero si yo no tenía abuelo…!
– ¡Ah y la tablet, se queda!
– ¿Perdona?
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