Mi vida transcurría tranquila, a pesar de todo, porque la desazón que me asolaba era interior, personalísima. Tenía, podría decirse, un problema que me acechaba durante todo el día y aún por la noche. Incluso en sueños revivía el asunto. No es que sea algo malo, más bien lo considero un portento, y a medida que pasan los días lo voy viendo como un gran potencial futuro. He de decir que soy un joven universitario, con los problemas típicos que sufren ellos y algo más que me hace distinto de todos, al menos por lo que he podido presenciar hasta ahora.
Esta mañana volví pronto de la universidad. La ausencia del profesor que impartiría la última clase había permitido a los alumnos ausentarnos del centro la última hora y media. No era habitual el poder disponer de estos momentos de ocio y tal vez lo debiera emplear en pasear por el parque para disfrutar de la naturaleza, de los momentos de soledad y tranquilidad que proporciona, evadirme del estrés diario. Pero tenía un trabajo pendiente por terminar y ese tiempo sería de buen provecho para avanzarlo o, incluso, terminarlo para poder dedicarme con más atención a la preparación del próximo examen. Por ese motivo me dirigí directamente a mi casa.
En el zaguán vi que de nuestro buzón salía tanta publicidad que ya no cabía. Esto me enerva porque dificulta la labor del cartero a la hora de depositar la correspondencia o, como poco, puede ocurrir que las cartas que no sean debidamente introducidas queden al alcance de cualquier desaprensivo que quiera dedicarse a hacer daño o a curiosear la correspondencia ajena. Así pues tiré los papeles propagandísticos que no servían y, ya puesto, miré si había cartas aunque yo no esperase nada en ese momento. Encontré un aviso de correos a mi atención dejado allí aquella misma mañana. Dado que la oficina no se encontraba muy lejos y disponía de tiempo, la curiosidad de saber quién enviaba algo para mí me hizo salir de nuevo a la calle e ir a recogerlo antes de que cerrasen.
Tuve que esperar un poco. La cola llegaba hasta la calle pero no quería desistir ya que me encontraba allí. De otro modo, tendría que volver a ir otro día que, tal vez, no pudiera. Aguanté estoicamente hasta que, al fin, llegué al mostrador donde fui atendido por una amable funcionaria. Firmé la recepción del envío e inmediatamente di la vuelta al sobre para ver quien era el remitente. Me llevé una sorpresa al ver que se trataba de una carta de mi abuelo desde la India, lugar al que se fue tras conocer a la mujer que pasaba unas vacaciones en nuestro pueblo de montaña hace ya algunos años y que terminó por convertirse en su esposa. La abrí en la calle, deseoso por conocer lo que me podría contar, y comencé a leer.
«Hola Víctor, mi amado nieto. ¡Menuda sorpresa, eh! Tanto tiempo… Quiero que me perdones el no haberme puesto antes en contacto contigo, el dejarte sin mis noticias durante todos estos años, al menos de forma directa. Porque tus padres sí saben de mi nueva vida en este país tan lejano del vuestro y seguramente te hayan contado algo. No obstante, aunque puedas ya conocer por ellos mis andanzas en este maravilloso lugar, te puedo decir que me encuentro muy bien, integrado en esta cultura no tan diferente de la que conocemos, adaptado a su gastronomía, a sus costumbres y sus rarezas. Podría ponerte mil excusas por el retraso en escribirte, pero eso no serviría de nada. La disponibilidad de medios de transporte hoy en día es tal que no podemos decir que el contacto, sea físicamente o, como ahora, a través de una carta, se convierta en algo inviable, y argumentar imposibilidades solo acrecentaría mi culpa por intentar hacerte ver lo que no es. Nunca te he olvidado, créeme. Eres mi nieto favorito por muchas razones. Y una de ellas la hace más especial si cabe.
Mi objetivo al escribir esta carta ahora no es el de darte detalles de mi vida diaria. Quizá llegara a aburrirte y no es eso lo que pretendo. Más bien es porque quiero contarte una historia, mi historia. Y a la vez la tuya. Sé que estas palabras te resultarán enigmáticas pero pronto lo comprenderás. Es la historia de nuestras vidas porque ahora mismo nos afecta íntimamente a los dos aunque, por otra parte, no he considerado conveniente hacerlo antes de este momento según podrás apreciar cuando termines de leerla. Por ello ya no quiero que pase ni un minuto más, esperar a que sea demasiado tarde y no llegues a saber el por qué de la causa de ese poder que nos viene desde muy atrás y que, al igual que yo lo estoy haciendo ahora, me fue comunicado en su momento por mi ancestro, y a éste también por su antecesor, y así sucesivamente. Permíteme que te ponga en antecedentes para descubrirte lo que yo sé de ti y tú aún no sabías de mí.
Creo que ya debes conocer por tus estudios que la genética se transmite de padres a hijos, y que en muchas ocasiones determinados genes pasan directamente desde los abuelos a los nietos. Esta es una de esas. Imagino que, al igual que yo, no tendrás conocimiento de cuándo pudiste observar y tener la primera certeza de tu asombrosa y única, creerías entonces, capacidad para mover los objetos sin tener que usar tus manos, pies o cualquier otra parte de tu cuerpo en estrecho contacto físico con ellos, como el resto de la humanidad. También a mí me ocurrió, pero en aquellos momentos no era una cuestión que tuviera que preocuparme el cómo podía comentarla sin que se me tachara de iluso, si en ese momento decisivo la facultad fallaba, sino, más bien, si en algún momento dejaría de poseerla. Pero continúo. Supongo que sería desde mi etapa escolar, con esos pequeños objetos que usaba en los deberes que nos obligaban a hacer en casa: clips, lápices, goma de borrar… Me preguntaba si esta era una aptitud que, antes o después, todo el mundo desarrollaba. Como ya podrás comprender no era así. Fui descubriendo que no era una cosa normal, que eso solo era posible en mi caso. Después experimenté cómo era capaz de trasladar otros objetos mayores sin esfuerzo, constatando que ninguna accidental corriente de aire hubiera sido la causante inexplicable de los desplazamientos: cuadernos, libros, incluso en lotes, ¡y mantener su equilibrio! Me parecía una locura, pero seguí practicando porque, lo habrás comprobado, es un don que atrapa, que absorbe, que necesita más y más para su dominio.
Entendí, a esa temprana edad, que aquello no debía divulgarlo como si se tratara de la pérdida de un diente o cualquier otra circunstancia común al resto de chavales. Por suerte para mí, el ser hijo único me procuraba la discreción necesaria que un hermano envidioso y chivato haría que el descubrimiento no permaneciese en la intimidad. Me preguntaba si, de alguna forma, mis padres pudieron darse cuenta. Pero no lo estaban las veinticuatro horas del día, por lo que tenía infinidad de momentos para practicar aquella curiosa capacidad que, intuía, me proporcionaría muchos beneficios futuros. Desde luego necesitaba concentración, y para ello recurría a muchos momentos de soledad en mi habitación. El control fui adquiriéndolo a medida que pasaban las semanas, los meses. Desarrollaba la habilidad de forma que fuera un acto mecánico, como el comer: primero introducir los alimentos en la boca, mover las mandíbulas para ejercer la actividad masticadora y, por último, tragar ese bolo con ayuda de la lengua. Así de sencillo, pero en este caso acompañando la acción con los dedos, manos o brazos, dependiendo del tamaño del objeto a mover. Más tarde, al igual que yo estoy haciendo ahora contigo, se me puso al corriente de esta extraordinaria habilidad.
Ya debes tener a estas alturas la destreza que también llegué a poseer y de la que no me he desprendido aún. Y ahora también ya sabes que yo conocía tu secreto, y que lo guardaba, sin tú saberlo, con la misma discrecionalidad que pudieras hacerlo en mi lugar. Porque así debe ser. Es nuestra condena. Divulgarlo sería fuente de problemas. Piensa, por ejemplo, en quienes quisieran sacar provecho de ello explotando tu capacidad hasta llegar al límite, a la extenuación, solo para lucrarse a tu costa, convirtiéndose en tus representantes ante otras autoridades, organismos, naciones. Claro que recibirías tu compensación pero ¿cuánto más se llevarían ellos aparte de los honores de haber dado contigo? Es una cuestión que hay que saber valorar adecuadamente. Por eso he esperado hasta este momento, vigilante de que no saliera a la luz antes de tiempo, consciente de tu madurez para no compartirlo. Como dije todos estos años he mantenido ese secreto a buen recaudo. No lo he contado a nadie más, no he alardeado de mi potencial ni tú tampoco deberías hacerlo, aunque me consta que no lo has hecho porque en otro caso ya todos lo sabríamos.
Espero que esta carta llegue directamente a ti, que nadie más alcance a saber de su contenido, por lo que te rogaría te deshagas de ella en cuanto la leas. No la conserves bajo ningún concepto. Tus padres aún no lo saben. Yo tampoco se lo he contado. Ya ves el tremendo peso que supone el no comunicar ni siquiera al propio hijo lo que a mí me ocurrió. Es una carga que también debes aprender a soportar.
Lo que nunca he conseguido alcanzar es a poder llegar a levantar mi cuerpo, levitar, y creo que es posible. La verdad es que tampoco se me comunicó por parte de mi abuelo, y supongo que no sería un aspecto que fácilmente se olvide. No sé si habrás llegado a pensar en esa posibilidad, pero ahora te la estoy planteando. Quizá no viva para poder saberlo. No me importa. Lo único que te pido es que sigas trabajando en eso, que guardes este secreto y, si por el impredecible destino que nos aguarda a todos no pudiera volver a verte, que puedas llegar a más de lo que yo he podido llegar. Tu abuelo que no te olvida.»
Plegué la carta y me quedé perplejo. Así que él conocía mi secreto y ahora yo también sabía el suyo. Medité unos instantes antes de proceder a romper la carta en mil pedazos que fui distribuyendo en diversas papeleras a medida que recorría el camino de vuelta a casa. La desazón desapareció. Ahora me sentía un privilegiado, como mi abuelo.
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