Ley de vida…

Ley de vida…

Noni Llayi

06/03/2021

Aún perdura en mi frágil memoria aquellas tardes de primaveras adolescentes, junto a mis amigos, sentados en aquel banco dentro del cobertizo de flores, con respaldo de hierro forjado y asiento frío de piedra gris de la bonita plaza del barrio. Ahí arreglábamos nuestras vidas, aconsejando al mundo por donde caminar para hacerlo más perfecto. Aquella plaza, de infinitos jardines multicolor, fue testigo cuando la vi pasar entre la pequeña jacaranda y el jazmín. Morena, de pelo negro, silueta delgada y elegante en sus andares. Nos cruzamos la mirada y observé en su boca una tímida sonrisa. Al verle su carita, sentí como temblaba mi cuerpo. Desde aquel día, esperaba impaciente poder verla de nuevo cruzar. Un día, su hermano como amigo, me dijo:

-Se llama Alma, ¿a qué esperas paisano, para acercarte? Nunca te creía cobarde, pero con ésta chiquilla has perdido el valor. Hazme caso, ve a por ella.

– Uff… colega; se me aflojan las piernas. ¿Y si pasa de mí?

 – Si la tienes en el bote, tontaina. Además ten cuidado…

-Vamos Miguel – Me levanté envalentonado… ¡Hola! – Le dije, sin mucha convicción.

-Hola- Me dijo sin titubeos. -Te veo todos los días en el instituto con mi hermano. Antes le he visto hablando contigo ¿Qué te ha dicho?…

-Me ha dicho…bueno, ¿te puedo acompañar?

– Voy para casa. Hasta la esquina ¿vale? – Alma miró a su hermano. Éste le hizo un guiño y sonrió irónicamente.

Desde aquella tarde, nos convertimos en sombras gemelas. En nuestro banco a diario, compartíamos secretos, ilusiones, proyectos, sentimientos, y también los primeros besos. Todo formaba parte de la adolescente felicidad que ocupaba nuestros corazones.

Recuerdo la tarde, que descubrí su hermosa sensibilidad, al regalarle una rosa blanca:

– ¿Porqué la cogiste? ¿Has visto que es la más bonita del jardín? Me ha encantado el detalle Miguel, pero me hubiera gustado verla envejecer, en su rama a tu lado; Ya no importa – me besó – Me quedé cohibido, pero contento por su reacción… ¡Qué recuerdos!                                                                                                                                                                                                                                                                                         

 Pasaron seis años , una noche en el portal, oí a su padre bajar, quería hablar conmigo. Alma subió las escaleras sin despedirse:

– Miguel, – me dijo – ¿te ha dicho Alma, que se encuentra en estado?

– No se preocupe usted, me hago cargo – no sé de dónde saqué el coraje – Es lo mejor que me ha pasado en la vida – le respondí con el corazón –

Nos casamos una hermosa tarde de agosto. Nos acompañaban, la juventud, la dicha y la esperanza.También la inexperiencia, aunque la ilusión cuando nació nuestro primogénito, suplió cualquier flaqueza.Los tropiezos nos convertían en piedras. Los deseos se iban acumulando, ampliando la familia.

– Que bonito, Miguel – Me decía por cada ramo de tulipanes que le llevaba al hospital al nacer nuestros hijos.

– Tú sí que eres bonita – la besé en la frente cuatro veces…                                                              

  Fuimos creciendo con nuestros hijos, domingos de playita en verano. Encantadores paseos en las mañanas otoñales por la ciudad. Infinitas tardes al calor de la copa en invierno. Miradas fervorosas viendo procesiones en primavera, con el aire impregnado de azahar. Esas eran nuestras distracciones, tras los quehaceres diarios. Por la orilla del día, vimos crecer a nuestros hijos. Ella, dedicando parte del tiempo educando sabiamente, yo, aportando lo que permitía nuestra humilde situación. Andamos un camino de rosas casi todo el tiempo, aunque no faltaron espinas, sabiendo que en la mañana se podía cumplir, lo que  en las noches se soñaba. Nuestra alegría siempre se encontraba, oyendo la eterna canción de otra generación más sencilla y humana; en la que el pan presidía el mantel, y en el horno de la vida, se tostaba el amor, llegando siempre de ellos el calor a los pies de la cama con la ternura que siempre nos transmitían sus infinitos corazones, siendo ángeles, que bajo nuestra custodia nunca dejábamos caer.

– Hay que ver cómo pasa el tiempo, hoy hace dieciocho años que nos casamos – me dijo Alma.

-El tren pasa rápido cariño, pero aún somos jóvenes. Mira el mayor, éste año entra en la universidad – dije convencido…

-Me ha dicho que hoy se quedará con sus hermanos y que salgamos a celebrar el aniversario. Dice que nos invita con lo que ha ganado en el chiringuito. ¡Qué bueno es!

-Cógele el dinero, pero guárdalo para la matrícula – le dije.

El tiempo pasaba coloreando nuestras vidas de experiencia y nuestros cabellos de plata. Sin darnos cuenta, los hijos iban encontrando en su banco a sus parejas, con las que empezarían a vivir y a crecer en la vida como nosotros hicimos. Nos alegraban los días con los placeres de los nietos, que fueron llegando hasta convertir nuestra rutina en bello equilibrio y alegría.                                                                 

– No te pongas nunca triste porque tu pelo ahora es blanco, y el tiempo ya pasó – le dije un día que estaba pensativa en el invierno de nuestras vidas.

-Cada minuto juntos, descubro que a pesar de pasar nuestra juventud luchando, es lo mejor que me ha pasado en la vida – me contestó aquel día.

– Pasará el tiempo, pero nosotros nunca, seremos siempre aquellas almas que se encontraron y que sirvieron para unirse en una –dije – Hace ya cincuenta años y aún sigo pensando cuanto te quiero, todavía me quedan besos para llenarte el corazón. ¡Viejecita de mis entrañas!

En un momento en que la vida enlentece el paso, una ventosa tarde, vinieron a visitarnos nuestros hijos. Querían hablar con nosotros. Atentos, con el corazón inquieto, los escuchamos, aunque presentía que aquella visita era amarga, nunca solían venir al unísono, y menos solos:

-Papá – me dijo el primogénito – hemos pensado que no podéis estar solos. Sois mayores, y os hace falta ayuda para realizar vuestras actividades rutinarias, el otro día fuimos a una residencia geriátrica. Creemos que es donde os cuidaran mejor. A mamá se le olvidan las cosas y no debéis estar solos. La ayuda que necesitáis, allí la encontraréis.

-Aún podemos cuidarnos, – dije – mamá está bien. Nos protegemos mutuamente, a nuestro ritmo. Seguiremos así. Cuando no podamos, seremos nosotros los que andaremos los pasos necesarios. Sabéis de nuestra independencia. Gracias hijos.

-Padres – nos dijo Manuela – Nosotros estamos muy preocupados por vosotros, pero tenemos que atender nuestras vidas, siempre has sido un cabezota, pero ha llegado el momento de decidir qué debemos hacer, y es lo mejor para vosotros. Alma lloraba, yo me atragantaba con las palabras; volved otro día…                           

Ingresamos en aquella institución de dos enormes plantas, con largos pasillos interminables, junto con paredes vacías de amor,  y grandes salas llenas de sofás rojos apagados de vida, junto a desmesuradas mesas inertes, donde se leía, jugaba a las cartas y moría el tiempo, pasando demasiado lentamente. Comedores comunes. Personal siempre atento con nosotros. Éramos bastantes. Hay quien dice sin pensar que nadie es imprescindible, pero hay situaciones en que se pueden hacer prescindibles los momentos.

Los hijos nos visitaban con cierta frecuencia, sobre todo los fines de semana. Los acompañaban, a veces, nuestros nietos. Una tarde, Manuela nos citó en nuestra habitación. Quería decirnos que tenían un comprador para nuestro hogar, presentándonos unos papeles que debíamos firmar…

                                                                           

Alma, desde que ingresó se deterioró de manera rápida. Cada día que vivía, pasaban años por ella. Se fue un frío día de invierno, sin despedirse. No podía ser de otra forma, dejándome el alma hecha trizas. Aún sigo preguntándome porqué. La llama del recuerdo me transportaba ahora en la soledad, hacia la lejana adolescencia. ¡ Cuánto hicimos aquel verano! En aquella fiesta del primer baile, del primer tímido beso. Siempre me acuerdo, cuando formalizamos la relación, presentando mis respetos a sus padres. … “El otro día vino tu nieta mayor y me dijo que se parecía a ti. Le dije que te recordaba viendo su pelo, sus ojos, su figura…”

Hay días que te veo preparando el café, echando aceite al pan, lavando, tendiendo, preparando el desayuno, friendo el pescado. Velando a los niños en sus livianas enfermedades. Otras veces estas recostada, amamantando a nuestros hijos sin quejas, dejándolos satisfechos del manjar que sólo tú sabías fabricar. Siempre te distingo en las ollas donde el tiempo no puede hervir tu dignidad. Me vienes a la memoria, haciendo encajes de bolillos, junto a la estufa, los días de invierno, mientras veía el programa que te gustaba, o; cortando la tela que las niñas te pedían para hacerles luego el traje que querían.                                                                                                                                                        

Cada día, rezo para reunirme contigo. En nuestra eterna porfía, como siempre, ganaste, dejándome la soledad como testigo de mis castigos y de mis glorias, haciéndose, ahora que tú no estás, la primera de mis amigos. La llevo conmigo como única hermana que vence a la puesta del sol cada día. Me quedo en un laberinto de dudas, y ahora solo sin ti se tambalea aquella fe que siempre he tenido, y que tanto derrochaba en nuestra existencia. La soledad, amiga fiel desde tu marcha, siempre a mi lado…

                                                                             

El otro día, cuando me levanté, partí hacia nuestra placita, me senté en nuestro banco, en el que compartimos tantos y tantos secretos, donde nos besamos tantas veces, y  nos confesamos casi a diario. Al llegar ahí estaba, perenne, con envidiosa juventud a pesar de los años; su fría losa gris y su respaldar de hierro forjado. Me senté y miré la jacaranda, ahora, con su sencilla majestuosidad en las grandes ramas de su bonita copa. Miré al frente, de pronto te vi llegar con tu melena anillada al viento, sin perder esos armoniosos andares tan elegantes, y esa seductora sonrisa que tantas veces aprecié en tu carita. Me levanté, dejando el bastón. Partí a tu encuentro. No te paraste, mirándome tiernamente con ese brillo en los ojos que tanto destacaban su color. Me cogistes de la mano, noté su suavidad entre mis dedos, caminamos juntos, dirigiéndome hacia algún lugar que yo no conocía; sabía que ya nunca lo abandonaría. Siempre contigo, Alma mía.

                                                                           – FIN –

Noni Lleyi

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