El noveno septenio

El noveno septenio

Thomas está a mi lado.

Con su mano me hace señas para que no me mueva.

Es de noche, hace frío.

El cielo se ilumina con destellos violáceos y rojos.

No sé si el cielo, o el infierno.

El estruendo de las detonaciones me estremece.

Dentro de la fosa, se percibe el miedo y una tangible sensación de muerte, aunque, al lado de Thomas me siento seguro.

Con otros soldados compartimos una trinchera.

Hace horas que nos bombardean.

Estamos en algún lugar de la campiña francesa cercano a Normandía.

Es el año 1944, ésto es la guerra, interminable, desvastadora, destructiva.

Thomas Mac Cormack, es un veterano inglés de la primera, enrolado en ésta.

Cuerpo delgado, mimetizado con el barro y las trincheras. Arrasta sus cincuenta años y una pierna alcanzada por esquirlas de una bomba que abruptamente terminó con su incursión en los campos de batalla de finales del ’17.

Por momentos no entiendo su actitud, volver al miedo, a la posibilidad de perder la vida ante el más mínimo paso en falso . Presiento que necesita concluir una misión, saldar algo. Tal vez estar conmigo, tal vez terminar como vencedor, como héroe, desfilando orgulloso por la Avenue des Champs Élysées.

Él está, no puedo pensar por qué. Arriba nuestro, los cañones rugen, las balas de los fusibles enemigos chiflan, como una letanía, aullan como lobos.

Me enseñó cómo encender la cerilla ocultándola con mis manos para que, en las noches, no se vea el destello.

Me dió mi primer cigarrillo. Dijo que para dejar de ser niño debía fumar.

Esto no cambia mis 17 años.

A su lado el pánico no existe. Tengo una sensación de poder, de inmortalidad.

Lo observo moverse, meticuloso, con sigilo…un felino entre la hierba. Siento admiración.

Aprendí a desplazarme como él, con el fusil entre mis manos avanzando con los codos y el casco rozando contra el pasto.

Me identifico, imito sus gestos, sus expresiones. Mi padre biológico está lejos. Tal vez me dé por muerto. En cambio él está aquí.

Amanece. Mis ojos me pesan, tengo frío.

Se nota que dormité, todos se corrieron hacia más adentro.

Quedé solo, expuesto a los primeros rayos de luz.

Me siento placenteramente inmóvil. Thomas me hace señas para que me acerque, no tengo fuerzas.

De pronto un estampido me sobresalta.

Siento un terrible ardor en el medio del pecho. Mis entrañas basculan. Mis fluidos se licuan y energen como una medalla carmín en mi chaqueta. Corrientes tibias fluyen por mi cuerpo. Mi vista se empaña.

Veo a Thomas deslizarse hacia mí.

Su rostro desencajado me sorprende. Siento un estado de relajación profunda y mucha paz.

Thomas me carga en sus brazos, haciendo gestos con sus manos.

Ya no escucho las explosiones.

Es raro, toda mi vida pasa como en una película fugaz. Parece que algo sucedió. Mi cuerpo se tranfomó como una hoja que cae en otoño y es llevada por el viento.

Me siento liviano y floto.

Estoy en paz, en profunda paz y asciendo.

Comienzo a ver las trincheras desde arriba. Veo mi cuerpo en los brazos de Thomas. Vocifera, su rostro demuestra angustia. Puedo ver el campo de batalla plagado de cuerpos mutilados y cráteres renegridos.

Hacia arriba, veo siluetas luminiscentes. Su luz me ciega. No tengo miedo, más bien floto en profunda paz.

Ya no tengo cuerpo, parezco un holograma, también irradio luz, no tanto como las siluetas.
Ahora esos seres de luz  me reciben . Siento mucho amor, parece como que extienden sus manos y me abrazan.

Escucho voces lejanas, suaves, familiares, como llamándome.

En tres, dos, uno!

Me despierto, entiendo estar en el consultorio de mi psicóloga. Estoy relajado.

Todavía no sé si me dormí y tuve un sueño o todo esto lo viví.

Comencé una terapia para tratarme los profundos dolores de pecho que se me provocan cuando estoy en alguna situación estresante.

Probamos varias opciones de abordaje que no dieron resultado.

Cierto día Manuela, mi psicóloga, me propuso hacer una hipnosis regresiva, como para ver si encontraba algo traumático durante mi infancia.

Luego de volver de mi estado de hipnosis, Manuela me cuenta que entré en un trance tan profundo que pude traspasar la barrera de esta vida y llegar a otras pasadas, una de las cuales le provocó especial atención.

Fui un joven soldado luchando en el frente aliando en los campos cercanos a Normandía durante la segunda guerra. Me mató la bala de un francotirador. Con extrema precisión, dió en el centro de mi pecho.

Me sentí aliviado. Había encontrado la razón de mis males. Sólo restaba internalizar el episodio.

Es el verano de 2021.

Nací en 1959, acabo de cumplir 62 años y vivo en Argentina.

Soy arquitecto y me dedico al proyecto de viviendas familiares.

Los dolores de pecho los tengo desde los 13, cuando nadaba. 

Cierta vez mi entrenador me pidió que me tire en los 100 espalda. No era mi estilo. Tuve miedo. Me dijo que un par de puntos acercaban a nuestro equipo al triunfo. Me tocó la segunda serie. Nadé con todas mis fuerzas. Me sentí cómodo. Vi que iba adelante. Los demás nadadores me alcanzaron. No sabía dar las vueltas. Era una pileta de 25 metros. Sobre el final hice mi máximo esfuerzo. Un dolor punzante apareció en mi pecho. Pensé en un infarto. Me tuvieron que sacar del agua. Tiritaba. Me envolvieron en las toallas de mis compañeros. Terminé tercero y logré los puntos que me pidió mi entrenador. Ese episodio fue un antes y un después. Luego de aquél día los dolores aparecieron cada vez más seguidos. Tardé en ponerme en tratamiento. Si no tenía angustia o tensión, el dolor no aparecía.

A los 56 años tuve una tremenda crisis existencial. Pensé que mi vida había terminado. Decidí empezar de nuevo. Había perdido todo. Comencé una búsqueda, un camino, una opción a lo conocido. Retomé terapia, hice Bioneuroemoción, Reiki y algo de bio. Luego de algunos años de búsqueda estaba mejor.

Volví a nadar, a dibujar, a pintar.

Retomé los trabajos en el estudio. Ahora los hacía con más entrega y comencé a tener muchos encargos.

Cierto día, un cliente me dió la tarjeta de un técnico en construcciones. Me dijo que recién estaba empezando y le parecía buena persona. 

Lo convoqué en un bar. Tomamos un café y charlamos por un rato. Me dijo que estaba trabajando en una empresa constructora como operario, que ya no quería eso, que quería usar su título de técnico. 

Se llama Ramón, sus amigos le dicen Monchi. 

Indagué para ver si estaba preparado para ello. Le hice algunas preguntas, noté su incomodidad. Le dije que me dibuje un proyecto simple, una casa de dos dormitorios, y que realice algunos croquis de cómo sería su volumetría. Se lo notaba tenso, temblaba. Me hizo como una especie de caja de zapatos. Me di cuenta que debía reforzar varios puntos antes de largarse en su profesión. 

Recordé cuando recién me recibí. Como él, antes de ser arquitecto me gradué como técnico. En mi pueblo un amigo me pidió un proyecto para una casa de fin de semana. El encargo me parecía inmenso. Durante la escuela secundaria tuve muchos maestros que se interesaban por enseñarme. Aceptaba con gusto recorrer las obras con ellos. Aprendí mucho a su lado  y  también de sus operarios. Me sentía cuidado…algo parecido a lo que experimentaba con Thomas, aunque esa historia, no me parezca tan real.

Estaba frente a un jovencito de menos de la mitad de mi edad. Monchi parecía decido a cumplir sus sueños, a ir por sus metas.

En mi proceso de sanación, leí un libro sobre biodescodificación. Hablaba de la teoría de los septenios.

Leí que la antroposofía divide el desarrollo personal en ciclos de 7 años que marcan la evolución de la conciencia de cada persona a lo largo de la vida.

Me interesé y comencé a investigar. 

Goethe decía que la juventud es una época de idealismo; la adultez, de escepticismo, y la ancianidad, de misticismo.

Un proverbio chino afirma que la vida humana tiene tres fases: veinte años para aprender, veinte para luchar y veinte para alcanzar la sabiduría.

Creo estar transitando esto último.

Por la información que recabé, el noveno septenio es el de la trascendencia, algo así como transferir todo el aprendizaje recibido a modo de enseñanza.

Para comenzar este período sólo me falta un año.

Pensé que Monchi podía ser mi alumno, que en él podía depositar todo lo que recibí de mis maestros, como si esto se transformara en un agradecimiento.

Recordé lo ocurrido en mi última sesión con Manuela.

Estaba vívido todo lo experimentado.

Pensé en Thomas, si realmente me enseñó y me cuidó, a él también le debía mi agradecimiento… él formaba parte de mi Ser.

Nuestra alma evoluciona en cada vida. Nunca nacimos, jamás moriremos. Todo es un constante ir y venir del plano físico al plano espiritual y viceversa, como las olas del mar, que vienen a la playa, dejan su huella y se retiran a la inmensidad del océano, será por eso que tanto me atrapa la vastedad de sus playas y su horizonte.

Luego de unos días tuve sesión de Reiki. Le comenté a Alicia sobre Monchi. Me dijo que eso era como una bendición, que lo aproveche. La sesión fue reconfortante.

Antes de irme, Alicia me miró a los ojos y me dijo.

-entregate por entero a esta misión y haz que tu alumno te supere. Eso te dará más años de vida, serás más sabio y longevo.

En la primer sesión que tuve con Alicia, me hizo algunas preguntas sobre mí. Luego, concluyó en que era un alma vieja aunque mis vidas siempre fueron cortas y signadas por la miseria, que ésta, era la primera en que vivía hasta mi ancianidad.

Sus palabras me recordaron esa sesión.

Monchi cada día se supera más. Su tenacidad no tiene límites, reparte volantes por los barrios ofreciendo sus servicios, ya tuvo varios trabajos. Le cuesta vencer sus miedos.

Eduqué su organización, su modo de encarar los proyectos y manejar a sus operarios.

No le digo cómo hacerlo, lo guio. Todo debe ser auténtico, salir de él.

Estoy para apoyarlo, para que sepa que no está solo, para que cuando sienta que sus fuerzas no alcanzan, como Thomas lo hizo conmigo, alzarlo en mis brazos y conducirlo a un lugar seguro.

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