No te enamores niña, de París

No te enamores niña, de París

Rosa María Barro

05/03/2021

Las historias de nuestros mayores, todavía conmueven al mundo de hoy…   

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Y Fifí, pasea por nuestras calles a pesar de todo…

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Fifí, nació en Tolosa, no tuvo hermanos, y fue educada, por sus padres. Estudiar fue, su gran pasión de mujer, y no pudo realizar aquel imposible sueño de la niñez. 

Creció cerca de los Pirineos, rodeada de gran belleza territorial, y sus humildes padres, se ganaban el poco jornal, ordeñando el ganado de otros, y ella, les ayudaba llenando las cantaras y trayendo y llevando la leche.

Los chiquillos rondaban su casa, y ella, solo pensaba en viajar a París. Sus padres comentaban que su hija, soñaba despierta, y dejaba escapar su vida, pensando en sus muchas bobadas. 

Un día, los señores de aquella finca, le pidieron que se fuera con ellos, para servir en su gran mansión de París, y se lo contó, a sus padres entusiasmada, porque se moría de ganas de viajar a la gran ciudad, y rondar sus calles y beber de sus fuentes, el amor por París. 

Dos semanas después se marchó rumbo a lo desconocido. Sus padres aceptaron con pocas ganas, y con mucho temor a dejarla ir, a buscarse el jornal, ella sola, y lejos de sus padres, con tan poca edad.

Pero Fifí, no se lo pensó dos veces, y emprendió aquel deseado viaje a París. El ocho de julio de 1948, en plena posguerra mundial, ella sola, abandonó su hogar, y se despidió de sus padres, con mucha morriña, pero deseando marcharse, a conquistar la gran ciudad. 

El viaje fue ilusionante, verdes prados, enormes caseríos, y muchas ganas de llegar, y Fifí, con el poco equipaje de corta vida, no pensaba en nada más, que llegar y llegar. 

Ella, comenzó sirviendo a los hijos de los señores, y tenía poco tiempo para disfrutar de aquel distinguido ambiente social de las ciudades. París la ciudad de la luz, se alejaba de ella, como la vida sin destino. 

Un día, la señora, la mandó a la ciudad a comprar finas telas de sastrería, y Fifí, fue enseguida por aquel recado. Era la primera vez, que salía de aquella lujosa mansión, sola, y sin la compañía de aquellos pequeños hijos, del noble señor y de su distinguida señora.

Recorrió aquel corto trayecto sin prisa, paseando sus calles, rondando sus fuentes y se dejó perfumar de sus jardines, dando los buenos días, a diestros y a siniestros. Aquel no fue, el último recado de la señora, ni tampoco del señor, y Fifí, se contentaba con poco.

Pasó el tiempo como brizna en el viento, y ella, soñaba con batir sus alas. 

Los señores de la gran mansión de París, la trataban bien, pero ella, se enamoró de aquella luz, de sus bohemicos lugares y de aquellos históricos emblemas, erigidos de paz. Y cuando salía sola, por los pocos recados, no se acordaba de regresar a la gran mansión de los señores. 

Un día, conoció a una chica de la ciudad de Madrid, y se fueron a pasear sus pocas libertades, sin pensar en nada más, y cuando regresó a la lujosa estancia, sus señores la mandaron de vuelta a Tolosa.

Sus padres la recibieron de buen agrado… a pesar de saber de su mala conducta, y Fifí, se sintió morir, al regresar oliendo de nuevo aquel fétido olor de las monñigas de vacas, impregnando su vida. 

Fifí, no soñaba con lujos, no soñaba con privilegios, no soñaba, solo vivía su momento de ser tan libre, como cualquier ciudadano de París. 

Sus padres se preocuparon al ver su tristeza, pero pensaron que se le pasaría pronto, retomando su rutina. Y ella, se reconcilió con su amor, y su vida, ordeñando cada día, aquellas templadas ubres de las vacas.

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Fifí, la mujer de los buenos días de París, ahora porta sobre sus hombros, el peso de casi nueve décadas. 

Sus blancas canas, su piel tostada,  y su longevo carácter afable, son sus compañeros de vida. Fifí habla como señora, camina como mujer y vive sin prisa, a pesar de todas sus penas.

Y recuerda toda su vida, cuando aún tiene aliento, para seguir existiendo, donde su destino, o donde los azares, hicieron el surco en su piel. 

Fifí y su vida, son un libro abierto y todos escuchamos el pervivir de sus días, cuando pasea, cuando ríe, y cuando sueña despierta, con todas sus bobadas. 

Tenía más de niña que de joven,  cuando se enamoró de París. Y ella, sigue paseando todas sus calles, con la ilusión de vivir, que nunca pierde a pesar de sufrir con fortaleza humana el dolor de todas sus penas.

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El regreso a Tolosa, truncó sus días, pero aquella humilde rutina familiar fue el bálsamo y luz para ella.

Pasó el tiempo como brizna en el viento, y se convirtió en mujer madura, pero seguía siendo ella, con todas sus virtudes, y con todos sus defectos. Fifí, recordaba a menudo, su inolvidable estancia en París, con mucho entusiasmo, y todos aquellos buenos amigos de Tolosa, la escuchaban sin perder ningún detalle…

El París de Fifí, no tiene dueño, ni cadenas, ni tampoco se rinde, a los pies de nadie…

Poco después de morir su madre,  ella, enterró a su padre, y su triste soledad, se hizo profunda dentro de ella.

No tenía cerca a nadie más, de su familia, y se refugió, entre pena y pena, ordeñando sus cómplices vacas, testigos leales de su amargo llanto.

Pasó el tiempo como brizna en el viento, y poco a poco recuperó el aliento. Cada tarde todos los jornaleros, se reunían alrededor del fuego, y sumidos por el crepitar de sus llamas, dialogaban de lo bueno, y de lo malo, de aquel largo día, realizando aquellas campesinas tareas, y al compás del crepitar del fuego, atemperaban, sus agotados cuerpos. Y Fifí, sacaba el licor de bellota, y algo de viandas, para despedir su jornada, con todos ellos. 

Ella, mujer fuerte no perdió la esperanza de regresar a la gran ciudad, y todos la alentaban sin vacilar, porque el París de Fifí, con todos sus encantos le pertenecía a ella. 

Poco después, los señores de Tolosa, celebraron boda, en su finca, y todos acudieron al festejo, incluidos los jornaleros del lugar. Fifí fue la niñera del hijo mayor, con pocos años más que él, y ahora, se casaba antes que ella, y no podía faltar a su futuro enlace matrimonial, porque le tenía mucho aprecio. Arregló su cabello, sonrosó sus mejillas, y se vistió para la ocasión, y celebrando, compartió con ellos, aquel perfecto momento de radiante felicidad.

Hacía años que los señores, no ocupaban su finca de Tolosa, y aprovecharon el momento, para darle, el conveniente pésame a Fifí, todo fue muy emotivo entre ellos, removiendo cada detalle del funeral. Y aquel hermoso día de boda, alegró el melancólico duelo de Fifí. 

El tiempo pasó como brizna en el viento, y su amor por París, seguía vivo, enredando el recuerdo, y el olvido, de aquellos buenos y malos ratos, donde el París de sus sueños, enriqueció su vida, o donde el París de su vida, conmovió su llanto.

Un hombre supo de su amor, y desposó, aquella ilusión por la ciudad. Y aquel lugar de la luz, edificó durante años, el feliz techo de los vivos sueños de Fifí, ella, le amó, con la ilusión a flor de piel,  y él, correspondió aquel verdadero amor, haciendo realidad todos sus sueños. 

Ella, saludaba a París, todos lo amaneceres, después de lavar su rostro, como le inculcó su buena madre. Y pasea sus calles, ronda sus fuentes, y se perfuma de sus jardines. 

París, la ama, y ella, le corresponde inhalando y exhalando su brisa al vivir. 

Nunca viajó lejos de allí, y ella, concilia todos sus sueños, bajo sus estrellas, y aguarda el lucero de, el Alba, con sin vivir, como aguardó al hombre de sus entretelas, durante mucho tiempo. El París de Fifí, es su vivo reflejo de libertad, y en sus brazos halló, otras ganas de vivir, amando con mesura, templanza, y empeño…

El marido de Fifí, era hombre de negocios, y se encandiló, de los amores de ella, y construyó, su imperio económico, en aquella luminosa ciudad, donde fueron felices. Paseando acompañada sus calles, bebiendo de sus fuentes, e inhalaban el perfume de sus jardines, pletóricos de su amor en flor. 

Los años pasaron, como brizna en el viento, y ellos, se dejaron llevar por sus derroteros de vida, sin pensar, en otros desdichados tiempos…

El futuro devenir sorprendió sus vidas, y la pena de Fifí, fue el triste desenlace…

Fifí, se quedó viuda a los sesenta,  y arruinada poco antes, y en soledad poco después. No tuvieron hijos, la naturaleza, les negó aquella linda dicha, y Fifí tuvo otra pena más, que soportar con estoica resignación de mujer, y tampoco le quedaba familia a la que acudir. Pero ella, no dejó de amar, todo cuanto tenía bajo sus pies.

Ella, pasea sus calles, ronda sus fuentes, y se perfuma de sus jardines, enamorada de aquel lugar, donde fue feliz a pesar de todo. 

Las gentes de París, la llaman la señora de los buenos días, y todos la respetan, cuando ronda a solas, sus calles, olvidada de sus muchos años.

Aquellos seres queridos de Fifí, y su amor de mujer, le pertenecen a París, donde fue libre como cualquier ciudadano, y ella, come, respira y duerme, pensando sobrevivir al tiempo de existir bajo el cielo de París. 

Fifí, enamoró a París, en tiempos difíciles, Fifí conquistó a la gran cuidad en tiempos de clasismo social. Y Fifí se rindió a los pies de París, agradecida por tanto amor sin fin. Y el mundo entero se rinde a los pies de toda pobreza del ser humano.

Fifí, duerme sin contar sus noches, bajo el techo de París, y cuenta las estrellas, oliendo a flores de aquel jardín, pleitesía de sus sueños, y pesares de larga vida, cargada de vejez. 

 Fifí, disfruta de todos sus días, y respira hondo cuando alguien la saluda, dejando limosna, o algo de comer, sustentando el suplicio de vivir sin el hogar, ni el refugio de donde partir, o al que regresar cada día. 

Ella, no se avergüenza de pedir bondad, para seguir viviendo. Porque no podría vivir lejos de allí. 

París, la ama, tanto como ella, a París. 

Y a pesar de cargar con todas sus penas, exorna su existencia cada día, amando el lugar donde quiere morir. 

Y ella, la señora de los buenos días de París, no puede, no quiere, ni sabe vivir de otra manera su triste vida. Somos vulnerables ante nosotros mismos, y nos rinde la vejez. 

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Un buen hombre de París, se acercó a ella, una insoportable noche de frío, dejando patente su bondad. Se trataba de, el hijo mayor de los señores de Tolosa, y su vejez, ocultaba su rostro, pero Fifí, le confió su vida, como a un angel caído de cielo, que la rescató, de las frías garras de la muerte.  

Fifí, se despidió de París, aquella gélida noche, y regresó a Tolosa, con el heredero de aquella ganadera finca. No tuvo que ordeñar vacas, ni rellenar cántaros de leche, y mucho menos, servir al dueño y señor. Lo tiempos pasaron, como la brizna en el viento, y ella, ni se enteró, ni se dió cuenta, de aquel democrata progreso de la humanidad de occidente. Mientras paseaba por las calles de París.        

A veces, la vejez, nos sorprende…

¡Vivir, vivir! Pregúntenle a Fifí. 

 

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