LA SEÑORA BLANCA

LA SEÑORA BLANCA

Jorge Torres

03/03/2021

La música sonaba con reiterado frenesí hasta convertirse en un perturbador ruido frenético, que me obligaba a tomar mi celular y verificar quien se había atrevido a despertarme, poco antes que dieran las seis de la mañana.

-¡No, no puede ser! La señora Blanca me ha dejado un nuevo mensaje de voz; recuerdo el día en que su hijo me condujo a su casa para que le efectuara unos trabajitos sencillos de plomería, poco antes que el sufriera el vuelco de su automóvil, una mañana brumosa de invierno, en la ruta once, en el partido de la costa bonaerense argentina, que le costara su vida. El y su perro quedaron atrapados en el interior del auto, antes de estallar en llamas. Nada pudieron hacer para rescatarlos con vida de ese infierno de metal y llamas en pleno desarrollo. Cuando lograron retirar los cuerpos de las siniestras garras de la carrocería retorcida del rodado ya era demasiado tarde, el fuego había hecho estragos en sus víctimas, desfigurándolas por completo.

En posición fetal podían observarse en el manto verde del césped, grotescos cúmulos de edemas aún burbujeantes, entre trozos de osamentas calcinadas. Los periódicos de la zona no tuvieron el menor de los pudores a la hora de tomar esas fotos para la portada de su periódico de tan lamentable día. Es de suponer que en pueblos tan pequeños la noticia de alguna o otra manera le haya llegado a la señora Blanca, aunque nunca ha dado muestras de haberse enterado de lo ocurrido.

A lo mejor la acumulación de años, te proteja de alguna manera a la hora de negar noticias que dejarían demudado al más fuerte de los seres de este mundo. Quizás puede que algún mecanismo de defensa interior salvaguarde a los ancianos de tamañas circunstancias, mecanismo que por otro lado no alcanzo a comprender.

Si bien no creo que nadie se hubiera ocupado de darle en forma directa semejante noticia a Blanca, ya que una mujer de tan avanzada edad no lo hubiera resistido, como todos bien sabemos,las noticias mórbidas son las noticias que más rápidamente corren dentro de una comunidad. De hecho lo que uno podía observar viendo la impronta de Blanca, era la imagen vivida del dolor, del sufrimiento acallado por una negación, que seguramente la mantenía con vida. De esta manera fue que Blanca quedo viviendo en soledad a la vera del mar esperando en vano el regreso de su hijo.

Tendré que pasar temprano por su casa, para ver si necesita mis servicios, que no solo eran de plomería, que era mi especialidad, sino que se extendían a trabajitos elementales que en todo hogar se suelen generar, como podría ser el hecho de cambiar una lamparita. La mayoría de las veces, no le cobraba ni un centavo, considerando su condición y sus escasos recursos. Me solía invitar, cada vez que percibía su pensión, después de realizar la tarea prevista, a tomar un té con masas. Donde nunca surgía su hijo como tema de conversación de parte de ella y obviamente no sería yo el que lo propusiera. Muchas veces me llamaba con pretextos tendientes a matar el tiempo y que el tiempo no la lapidara a ella en su angustiante soledad.

-Señora Blanca. ¿A qué debo su llamado a tan tempranas horas? ¿Ha experimentado nuevamente problemas con su instalación sanitaria? ¿Recordó siempre el hecho de cerrar la llave del gas cuando se va a dormir o sale de su departamento por algunas horas?- Le preguntaba a la anciana, devolviéndole su llamada.

-Mire señor, lo de siempre, ya estoy cansada de tener problemas con el agua caliente, no puede ser que no me pueda dar un baño. Usted viene y a las semanas vuelvo a tener el mismo problema. Pareciera que me está tomando el pelo. No continúe tomándome de estúpida, pues recuerdo muy bien todo lo que tengo que realizar dentro y fuera del hogar. No vaya a creer que por ser entrada en años mi memoria me juega malas pasadas- Me rezongaba la mujer como si yo no estuviera ayudándola gratuitamente sin interés alguno.

-Quédese tranquila doña Blanca, que ya voy a su encuentro y veo que puedo hacer, con ese tema. – Corté la comunicación antes que me arrojara una nueva oleada de advertencias y epítetos, habituales en ella, y me dispuse a dirigirme a su departamento.

En realidad, el trabajo que debía hacerse en su hogar era de envergadura ya que debía cambiar toda la cañería de la casa, reponer el calefón y la mayor parte de las canillas ya que estaban casi totalmente obstruidas por el alto contenido de salitre que las napas freáticas en cercanías a las costas marítimas arrastran hacia el interior de las mismas, adhiriéndose y formando una amalgama de sales carbonatadas ferrosas que van con el correr del tiempo tapando absolutamente todo lo que pretenda contenerla o dirigirla.

El elevado costo de la obra en cuestión hacía imposible el hecho que la pobre mujer, con su escasa pensión, pudiera abonarlo y yo tampoco disponía de divisas para andar haciendo caridades.

Estacioné mi auto frente a la casa de Blanca sabiendo que ejecutaría una labor casi rutinaria.

Es decir, le bajaba el calefón de su habitual ubicación, le introducía acido decapante en la serpentina, lo dejaba un día actuar y por la noche se lo instalaba nuevamente, aparte me encargaba de destapar la cañería de su baño y cocina, con aire comprimido, para aliviar un tanto la arteriosclerosis de los caños, sacándole algunos pedacitos de incrustaciones salitrosas que obstruían la misma. No era solución obviamente, las napas cada día empeoraban en la zona y la pobre anciana me llamaba más seguido para que le efectuara el ritual.

Me volvió a llamar a la semana, más enérgicamente, en esta oportunidad a las cuatro de la madrugada y así sucesivamente a lo largo de estos últimos meses, cada vez más asiduamente y últimamente, agresiva e insultante.

Si bien Blanca no hallaba la solución en mí, era la única persona que al menos acudía a sus llamados, comprendía su situación y hacia caso omiso a sus berrinches y ella agradecía eso, a su manera, tratando de no cortar la relación “laboral”, que nos unía.

-¿Sabe qué? ¿Voy a entablarle una demanda, me escucha? Hablé con mi abogado, no puede ser que en tanto tiempo usted no allá podido resolver mi problema.- Me increpaba la señora Blanca en un tono más subido que otras veces.

– Quédese tranquila señora ya voy para su departamento, no se haga mala sangre, por favor.- Le decía mientras me disponía nuevamente a llegarme hasta su morada.

Después de escuchar los reproches habituales, me dispuse una vez más a desconectar el calefón para iniciar el ritual casi semanal que la situación imponía. En verdad no sabía cómo negarme, no podía humanitariamente negarme a prestarle la mínima asistencia a la anciana por más que tuviera que soportar sus malos tratos y sus llamadas a deshoras.

Hasta que un hecho fortuito totalmente inesperado dio un vuelco a esta rutinaria y tediosa situación.

Resultó que cada vez que insuflaba aire en la cañería, un perro, seguramente habitante en otro piso del edificio, ladraba desesperadamente. El ruido ocasionado en un edificio prácticamente deshabitado, al parecer era percibido por el animal, ocasionando sus persistentes ladridos.

A modo de broma, se me ocurrió la idea de decirle a la anciana, algo que no esperaba, ni deseaba que hubiera tenido la consecuencia que les paso a narrar…

-Señora, venga escuche…Esto no tiene arreglo pues usted tiene un perro en la cañería.-Con lo cual, la anciana empalideció y se acercó a escuchar con atención.

-Lo escucho, sí que lo escucho, tiene razón es Terry, el perro de mi hijo, deben estar por llegar muy pronto. Gracias, por avisarme, no sabe usted los años que esperaba este momento, por favor deje todo así como está no quiero que mi Terry se asuste con su presencia o se lastime trepando por los caños.- Me pedía la anciana, apartándome del sitio con su mano temblorosa.

-No, señora espere…-Tratando, en vano, de explicarle mi humorada.

-No señor, por favor instale el calefón, ponga la cañilla con cuidado para que Terry no se asuste, si ve gente extraña, no querrá acercarse y váyase, le estaré agradecida por siempre.-Me replico la señora mitad enérgica, mitad suplicante.

-Pero…-Solo atine a balbucear, pues sabía que lo dicho, dicho estaba y no existían formas de revertirlo o explicárselo.

-Vaya buen hombre, Usted ha hecho mucho por mí y yo he sido muy injusta con usted, vaya amigo en paz, cualquier cosita lo llamo.- Me pedía encarecidamente la añeja mujer. Tengo que arreglarme un poco, mi hijo no puede verme así desaliñada, hecha una piltrafa. Me volveré a teñir los cabellos del tono que a mi niño solía gustarle y volveré a ponerme el vestido con el cual lo despedí por última a vez. Ya me lo imagino, colmándome de abrazos mientras Terry salta alrededor nuestro, muerto de alegría.

-Bueno discúlpeme, no ha sido esta mi intención.-Atiné a decir mientras me retiraba de su domicilio, tratándole de ocultarle a la anciana, como se me caían las lagrimas.

El tiempo pasaba y no volví a recibir ningún mensaje más de la octogenaria, cosa que me extrañó. Una tarde decidí pasar por su domicilio, dado que su silencio me inquietaba más que sus llamados. Golpeé la puerta de su departamento y nadie me respondía, la mujer me había dejado las llaves de su vivienda, por cualquier emergencia ya que a pesar de los enojos que le ocasionaba, me tenía confianza.

Procedo a abrir la puerta, mientras la llamaba por su nombre, pero nadie respondía, me dispongo a recorrer su departamento hasta que me enfrento con la puerta del baño, al abrirla veo en la bañera a Blanca apenas sumergida en la misma yaciendo sin vida, con una sonrisa en su rostro. Por el piso del baño, se podían ver nítidamente las huellas aún mojadas de dos personas que se dirigían a la salida del departamento, rodeadas por huellitas de patitas de perro, que los acompañaban hasta la salida del edificio.

La causa fue caratulada como muerte dudosa, pasaron dos años de ese luctuoso suceso en el cual quedé seriamente involucrado por tener las llaves del departamento y frecuentarlo, quizás por poseer un perro cuyas huellas, dijeron los letrados, ser semejantes a las encontradas. O quizás porque la humanidad tiende a descreer en ciertas manifestaciones de corte netamente espiritual, al igual que se suele descreer en la solidaridad, que debería ser un acto habitual que rija el accionar cotidiano y natural de las personas.

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