Más allá del arco iris

Más allá del arco iris

A Eduardo Vargas le sorprendió la soledad un viernes de Dolores a la hora de comer, sentado a una mesa con cubiertos para dos y frente a una silla ocupada por una urna morada donde, desde esa misma mañana, reposaban las cenizas del amor de su vida.

La casa donde durante más de cuarenta años habían tratado de detener o por lo menos ralentizar el vaticinio infalible de los relojes, ahora se le antojaba tan enorme y desabrida como la cueva de un cíclope.

La tristeza había aparecido con tanta sed que lo había dejado sin lágrimas, y con los ojos tan chicos que apenas le daban para un cuarto de mirada.

—Júpiter anda correteando por Acuario y la Luna juega en los prados celestes de Sagitario —dijo el anciano de pronto dirigiéndose a aquel jarroncito morado— así que te tocará discutir a las puertas del cielo, porque según mis cálculos, ésta todavía no era tu hora. Eduardo lo dijo sin convicción alguna, más por el profundo dolor que le provocaba la ausencia de Mario, que por hacer gala de un dominio pueril de las matemáticas de la muerte.

Se levantó apoyando sus ochenta y cinco años sobre la empuñadura de hueso de su bastón, compañero fiel de todas las andanzas precarias de su vejez, y caminó hasta sentarse en un viejo sofá tapizado en melancólico verde; una vez allí dijo, «Solo una noche más contigo Mario, y prometo que mañana te llevo sin falta donde me pediste, pero que conste que no sé si serás bienvenido».

Justo a la hora en que los engranajes del amanecer se desperezaban, mezclando los quejidos de sus pesados movimientos con las tímidas voces de los primeros pájaros de la mañana, Eduardo llegó a la parada del autobús con destino a Barcelona, dispuesto a seguir conservando intacto el valor de su palabra.

Una mujer de mediana edad algo encogida por el fresco de la mañana lo miraba con curiosidad.

—Son las cenizas de mi marido, las llevo a cumplir su último deseo —dijo Eduardo rompiendo el silencio.

—¿Las lleva al mar? —preguntó la mujer.

—No, mi Mario es más de tierra firme, lo llevo a recorrer por última vez el paseo de las Ramblas.

—Y ¿Por qué? si no es mucho preguntar

—Porque ahí fue la primera vez que nos detuvieron por querernos demasiado —contestó el anciano con aire solemne, y continuó diciendo— Una parte de la sociedad nos había hecho sentir como monstruos hasta entonces y ese día miles de personas caminamos juntos demostrando que no éramos delincuentes. Recorrimos casi toda las Ramblas, hasta que los grises entraron a saco a la altura de la fuente de canaletas. Jamás olvidaré las palabras de Mario mientras trataba de esquivar las porras de los guardias «Pienso vivir plenamente la vida o morir en el intento; y pienso hacerlo a tu lado».

Durante todo el trayecto en autobús, con la urna apoyada en sus rodillas, Eduardo sufrió en sus entrañas una nueva embestida de la soledad inyectando el miedo como un veneno sin posibilidad de antídoto. A lo largo de la vida, la mayoría de su familia había rechazado su historia, afirmando que ese amor retorcido y antinatural se debía a una enfermedad que debía ser curada. Ni siquiera el transcurrir de tantos años había logrado borrar de su memoria las palabras, grabadas con el decrépito fuego de los prejuicios, que su padre arrojó el día en que, temblando, les confesó que estaba enamorado de un hombre, «¡Tu estás mal de la cabeza. Mira, voy a hacer que no he oído nada, porque antes te veo muerto que maricón!».

Eduardo se bajó en el Port Vell y a través del Portal de la paz llegó hasta el comienzo del paseo de la Rambla. Se detuvo unos instantes, tratando de ser consciente de que esa sería la última vez que caminaría junto a la persona más importante de su vida. Allí parado, con sombrero y traje de tres piezas color burdeos, con un pañuelo rosa en el bolsillo y un clavel verde en la solapa, el anciano parecía un gángster de los años veinte coloreado por Kandinsky.

Marzo derramaba su luz por cada uno de los rincones del concurrido paseo, activando a los numerosos artistas callejeros y viandantes que llenaban de vida el lugar bajo la atenta mirada de los frondosos plátanos de sombra. Eduardo desfilaba entre ellos emocionado por los recuerdos y resignado ante el indeseable y obligado adiós, tratando de estar a la altura de ese momento único e irrepetible, «Ya ves Mario, si tuviéramos que correr hoy día delante de los grises, nos podíamos dar por jodidos» dijo el anciano con reservado humor, como si entre las cenizas aún quedase algo de aquella sonrisa limpia y embrujada que lo había cautivado de por vida, algo de aquellos labios de besos clandestinos y delicados mordiscos, que servían tanto para hacer enfermar de amor como para ser la cura de todas las tristezas.

A la altura de la Rambla de los Capuchinos, unas lágrimas furtivas aparecieron para recorrer los surcos abiertos en las veteranas carnes de Eduardo. Sentados en la mesa de un bar, dos hombres muy jóvenes se besaban sin ningún tipo de pudor. No había nada de culpa, ni miedo, ni pecado en sus bocas inocentes. El anciano se detuvo a una cierta distancia y, conmovido por aquella imagen que adornaba con ternura el aire, dijo «Mira Mario, nuestras heridas sirvieron para algo. Al final conseguimos que ardieran los armarios» y durante unos pocos segundos, se permitió el lujo de llorar.

Ahora se sentía cansado. El esfuerzo desmedido por hallar el camino de baldosas amarillas que los llevara a un lugar sin cabida para la opresora ignorancia, le había pasado factura con los años. La soledad que apareció con grosería en su juventud ante el triste rechazo de sus supuestas personas queridas, ahora se presentaba ante él reforzada por la muerte de Mario, adquiriendo proporciones gigantescas a medida que se alimentaba de su ausencia.

Con el alma arrugada por la vejez y rodeado por los huecos vacíos de la gente que se avergonzó de ocuparlos, todavía se hacía más difícil resistir a la violenta embestida de esa implacable soledad que no daba siquiera, respiro al consuelo.

Tras atravesar la Rambla de los pájaros, Eduardo llegó cargado de añoranza, pero caminando tan recto como sus huesos decrépitos le permitían, a la Rambla de Canaletas. Todavía resonaban allí las voces de miles de personas que pronunciaban al unísono «¡No som perillosos!» o «¡Nosaltres no tenim por, nosaltres som!» aquel lejano junio del setenta y siete.

El anciano se acercó hasta la fuente y con suma delicadeza colocó la urna en el suelo junto a sus pies. A continuación se llevó la mano a uno de los bolsillos de su chaqueta; extrajo de allí un pequeño altavoz inalámbrico y lo situó en la base circular de la fuente. Seguidamente seleccionó una canción, deslizando sus dedos inseguros sobre la pantalla de su smartphone y la hizo sonar por el altavoz, mientras llevaba de nuevo a sus brazos el recipiente que contenía las cenizas de su ángel.

Judy Garland entonó con serenidad su «Somewhere Over the Raimbow» mientras Eduardo, con los ojos cerrados, mecía su cuerpo con la prudencia y fragilidad de un cervatillo huérfano, tratando de imaginar que aquella urna desalmada era, en ese momento, el cuerpo de su amado. Numerosas personas lo miraban al pasar; algunas pensando que quizá se tratase de un artista callejero en plena función y otros lo miraban simplemente con lástima, pero eso era algo que el anciano no podía percibir ya que no se encontraba allí en ese instante, sino que se fundía con Mario en un romántico baile sobre las aceras de mármol pulido de la Ciudad Esmeralda, donde por fin encontraban su anhelado refugio. Los párpados cerrados de Eduardo no sirvieron para evitar que el líquido legítimo de sus lágrimas escapase del alma, formando minúsculos ríos con sus afluentes en la geografía remota de su piel. Entonces, con su voz antigua, el anciano exclamó, «¡Nos declaramos amigos de Dorothy! ¡Nos declaramos amigos de Dorothy!» y aquellos ríos diminutos desembocaron libremente en el insondable mar de sus labios desgastados; llorar había dejado de ser lujo… para convertirse en necesario derecho.

La canción que hablaba de ese mágico lugar por encima del arcoiris, finalizó después de sonar un par de veces seguidas, devolviendo a Eduardo a la realidad. Recogió todo sin apresurarse sabiendo que las prisas únicamente le precipitarían hacia su definitiva despedida. Lavó su cara con el agua fresca de la fuente y se alejó de allí.

Unos minutos después un taxi lo dejó en la puerta del cementerio de Montjuic. El anciano recorrió con pasos melancólicos las calles del enorme camposanto hasta detenerse enfrente de una de las sepulturas. «Bueno Mario, ya hemos llegado. Aquí tienes la tumba de tus padres» dijo el anciano con resignada tristeza.

Eduardo destapó la urna y vertió las cenizas sobre la fría losa de granito de la sepultura, disponiéndolas en forma de corazón. Así se lo pidió Mario y así lo hizo, «Déjame junto a ellos, por si acaso me quisieran devolver en la muerte el amor que me quitaron en la vida», le había dicho su irremplazable compañero días antes de morir. Mientras vaciaba el recipiente el anciano pronunció «Gracias por gastar tu tiempo conmigo y ayudarme a nacer de nuevo. Ahora no sé lo que voy a hacer con estos días envenenados por tu ausencia».

Eduardo se resistía a abandonar aquel lugar. Odiaba las despedidas, y está con más razón. Aun así sabía que era un momento que debía llegar. Colocó el clavel verde de su solapa en el centro del ceniciento corazón y comenzó a alejarse con pasos vacilantes.

Había caminado ya varios metros cuando se levantó un fuerte viento que le robó el sombrero y agitó los crisantemos secos de las tumbas. La repentina ventisca recorrió las calles del cementerio, alborotando a los cipreses y formando un remolino que levantó las cenizas de Mario al llegar al lugar de reposo eterno de sus padres. El polvo calcinado de lo que una vez fue su carne permaneció revoloteando caprichósamente en el aire durante varios segundos, hasta que se alejó cabalgando a lomos de aquel viento travieso e indomable.

Eduardo que había asistido cautivado a la ostentosa exhibición que Eolo había improvisado para él, advirtió que sus ojos habían dejado de ser aquellas ventanas minúsculas encogidas por el llanto. Ahora su mirada alcanzaba incluso para ver lo que para los demás era invisible. Mientras se alejaba, el ingenioso viento en un último arrebato de creativa misericordia, compuso con las cenizas suspendidas, una figura de Mario agitando sus manos en un, quizá temporal, adiós. Así ocurrió, o por lo menos así lo percibió aquel anciano de venerable rostro que, emocionado, también movía sus brazos para despedirse del amor de su vida, mientras decía «Y recuerda mi vida, si San Pedro no te abre las puertas, vuelve otra vez a casa».

Entonces, aunque solo fue por un momento… Eduardo se permitió el lujo de sonreír.

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