EL VIEJO JUAN.

EL VIEJO JUAN.

El prolongado y estrepitoso cantar del gigantesco gallo del vecino Ramón, avisaba el comienzo del nuevo amanecer en mi tranquilo barrio de la Pintana. La silenciosa oscuridad comenzaba a hacer su retiro, dejando que la cálida luz del sol diera inicio al nuevo día.

Empezaba el eterno ajetreo y el bullicio llegaba de todas partes a medida que avanzaban las horas. La gente que se aprontaba a salir a sus trabajos, bajo el ruido descomunal de los motores y bocinas de buses, habían sido sacados de sus camas muy apurados, sumando con ello el griterío de las mujeres que despertaban a sus regalones para echarlos al colegio. No era de extrañar todo este acontecimiento mundano, sucedía así en las primeras horas de la mañana en casi todo el mundo. Luego, pasadas las hora, llegaba la calma, y la tranquilidad en el barrio; el demonio terminaba su recorrido infernal y se escabullía en su caliente cueva a pensar nuevas escapadas.

También para mí, el viejo Juan, así me dicen los amigos y vecinos, el viejo Juan; el despertar, como todos los días, me llegaba como una pesadilla. La misma rutina, entre gritos y silbidos. El perro del vecino que, también se allegaba a la fiesta, empezando a fastidiar con su eterno aullido lastimoso, llorando como siempre al ver a su amo salir de la casa. Los primeros bostezos, acompañado de algunas vueltas remolonas en la cama, aguijoneaban mi voluntad al tratar de abrir los ojos. Una vez despierto, luego de restregármelos, con la mirada fija en la ventana, escudriñaba los débiles rayos del sol que se escurrían al dormitorio, como verificando que el pronóstico del tiempo se estaba cumpliendo cabalmente, a pesar de la efímera lluvia caída durante la noche. Era el inicio de un hermoso día, casi primaveral, impregnado por el aroma mágico que emanaba de árboles y flores, donde el cristalino rocío de la mañana lo esparcía delicadamente a la frescura del aire, ayudado éste por la suave brisa que atravesaba calles y pasajes del vecindario.

—¡Gran Dios, es una mañana hermosa! —, alcancé a gritar al abrir la espaciosa ventana. Pude corroborar que mi vaticinio era exacto, eso llenó de satisfacción a mi saturado ego, lamentando no habérselo lanzado por la cara a Roberto, mi tozudo hijo que rumiaba solo lamentos al ver que las negras nubes se negaban a marcharse.

— ¡Al fin podré salir recorrer mi campito! Escribir, pensar al aire libre, patear piedras con mis calamorros, gritando alabanzas y maldiciones a los que la merecen —. Con la cabeza fuera de la ventana, aspiraba con fruición el aire que la brisa me acariciaba el rostro, tratando de hilvanar, muy entusiasmado, un agradecimiento por la hermosa mañana que me estaba regalando el destino. Las heladas mañanas de ese invierno que aún no terminaba, no me habían dejado salir a saborear las delicias de la naturaleza; era un invierno oscuro y frío el que me había aprisionado, encerrado entre cuatro murallas. Impaciente, contaba los días y horas para salir, por fortuna todo estaba por terminar…

—Andaré y abrazaré a todas las mañanas—, regocijado, eufórico cantaba—, vagaré por entre los árboles del parque, con el lápiz en la oreja. Me detendré en el puentecito, mirando los pececitos saltones que esperan el pan de siempre. Un corto paseo me hará bien, podré pensar en un nuevo cuento, o tal vez un poema, describiendo este infausto invierno que me ha cerrado la boca—, murmuraba, con los brazos apoyados en el alféizar de la ventana…
Luego de un momento, poco a poco, la confusión y el desencanto se hicieron presente; sobrecogido, algo aterrorizado por lo que pensaba, me senté en la cama, sintiendo que el urdido paseo de esa mañana no iba a llegar ser cumplido como pensaba, había prometido una visita a Roberto. Si no cumplía, ardería Troya; vendrían a buscarme otra vez.

Agarré a mi querida mecedora y me senté cómodamente al lado del ventanal favorito, el que da hacia el cerro en el día o hacia la luna en las noches estrelladas. El leve zumbido de agitadas brisas al pasar ronroneando por los cristales y el piar bullicioso de pajarillos que comenzaban a recibir los primeros rayos de sol me conmovieron, me hicieron pensar que estaba viviendo en el mejor lugar del mundo. Encendí la vieja pipa y busqué en mi memoria el lugar donde se almacenaban los buenos recuerdos, esos en que la vida tejía sobre mí la mayor madeja de felicidad. 

                                                                            -o-

Una nube en el camino.                                                                                             

Esta vez mi cita sería en el consultorio, donde debería hacerme un nuevo examen, el complemento de muchos otros ya efectuados, que daría el dictamen general de una posible enfermedad que había comenzado a distraerme. Iba solo por cumplir, no me hacía ilusiones, sabía que mi buena salud, la que me decían que era la mejor, ya estaba resentida y no había vuelta atrás.

El día propuesto había llegado, era un momento muy especial, deseaba salir pronto del misterio, saber cómo sería mi vida de aquí para adelante; me levanté muy temprano, tratando de pensar positivamente, muy pronto todo esto terminaría de una vez por todas. Sabía que tendría que cuidarme mucho más, alimentarme con muchas cosas que no eran de mí agrado, vivir eternamente de pastillas y remedios que nunca había pensado tomar en mi tranquila vida. Vivía cómodamente en mi casa al lado de mi hija mayor y mis cuatro lindos nietos, todos marchando bien y una posible enfermedad no lograría empañar esa tranquila vida que con esfuerzo había logrado conquistar.

Salí de casa, con libreta de apuntes, lápices y mi celular listo para disparar en busca de una posible buena foto, elementos que nunca dejaba de lado cuando salía con el plan de recopilar ideas. Mis cuentos y poemas florecían con lo que mis ojos captaban en mis largas correrías, lo que me entregaban las personas en sus largas conversaciones; también muchos animalitos eran protagonistas especiales en narraciones para niños, quizás algún perro mordisqueando su hueso, guardado por un tiempo en un hoyo que solo él conocía, o el cantar de pajarillos que revoloteaban jugando y cantando entre las frondosas ramas de hermosos árboles, mostrando sus vistosos plumajes que comenzaban a crecer, mientras sus madres los observan pacientemente.

Era esa una mañana muy hermosa, asoleada, fragante, en una primavera muy adelantada, que me daba el ánimo para caminar tranquilamente entre calles ya muy conocidas, contestando el saludo de amistades que casi siempre se cruzaban en mi camino. Eran momentos marcados, escritos con la verdad y pureza de los acontecimientos que, luego en una inspiración futura se quedarían plasmados como hechos reales o nostálgicos en alguna posible narración.

Esos caminos, jardines, césped que cruzaba, me distraían; ahí volvía a renacer el encanto, la vida misma que me mantenía eufórico, con la mente abierta para llenarme de esa motivación que me entregaba mi eterna y querida Musa, la que nunca jamás me abandonaba.

Con paso moderado, ajustado, trataba en lo posible que el tiempo transcurriera lentamente para llegar justo a la hora programada con el doctor, a las 10,30. Mientras camino, mis pensamientos, inquietos, me llevan por otro lado, avanzo masticando futuros sueños ; ellos aparecerán entre tinieblas y pesadillas, criticando que mi vida no había sido tan próspera como muchos creían —, quizás por falta de lujos. algo que nunca necesitaba—, murmuraba yo en mi descargo pero, muy afortunado por el amor familiar que aún me seguía regalando el destino.

Recuerdos de mi madre, esposa, hermana y muchos amigos queridos, que se alejaron para siempre de mi lado son parte constante de mis dramáticos pensamientos. Una gran parte de mi vida ausente.

Ya estaba llegando al Consultorio San Rafael, muy cerca, a la vista. Todo se veía tranquilo esa mañana, vereda expedita, en la que muchos transitaban por ella, en busca del médico que les alegraría un poco más la vida. Una hora prudente, casi precisa: 10 hrs. Las dueñas de casa barrían las aceras, regando árboles y plantitas que crecían en los innumerables maceteros que colgaban de sus rejas. Algunas radios en la cercanía encendían el entusiasmo con su música de antaño, un festín para los viejos que sonreían al escuchar esas hermosas melodías, haciendo suspirar a más de una dama que acudía apresuradamente al Consultorio. Era un día maravilloso.

Mas iba caminando con la desgracia misma a cuesta…Todo ese remanso de paz, conformidad que me entusiasmaba, se transformó de repente en una negra oscuridad, porque un huracán comenzaba a golpearme sin piedad el cuerpo y un inmenso dolor abrasivo me atravesaba el pecho. En la desesperación caí fulminado al suelo, levantándome luego lentamente, la realidad de lo que me estaba pasando me dio el coraje y entereza para tratar de llegar a las puertas del Consultorio, estaba luchando por mi vida. Ese dolor abismante y un tiempo de nunca acabar marcaban con desesperación mis pasos, viendo que las fuerzas poco a poco iban minando mi entereza y me harían caer muy pronto en el abandono. Afortunadamente ese largo camino fue interrumpido por la presencia del guardia del establecimiento que acudía corriendo en mi auxilio, alguien, un ser bondadoso le había dado el aviso.  

—Calma abuelo, ánimo que ya estamos llegando. —Me gritaba el guardia—, no te duermas aún.       

Sin perder la conciencia, con la vista empañada por la nube oscura que empezaba a envolverme pude divisar que alguien me invitaba a acompañarlo. Hasta ahí llegó mi hora de recuerdos, me quedé dormido, pensando quizás, que para mí todo había terminado en este mundo… Solo sé que mi vida siempre ha sido un cuento, un hermoso y triste cuento de nunca acabar.

                                                                                       -o-
     Un buen despertar.

    Desperté de un sueño largo, inquieto, no me imaginaba donde estaba en esos momentos, solo escuchaba que me estaban preparaban para algo. Si, estaba siendo atendido apresuradamente, con una mascarilla y una enfermera a mi lado… en una camilla. Sentía que me iba, viajaba y me perdía en un inmenso espacio. Voces…, estaban trabajando en mi cuerpo, tapado por una cortina, no veía lo que hacían. Solo sentía que un rayo me estaba abrasando interiormente y me sujetaban para mantenerme quieto. Nunca en mi vida había sentido un dolor tan grande, me estaban matando y nadie me ayudaba.

    Sudando, espantado logré despertar. Suavemente, al lado, la enfermera me hablaba, tratando seguramente de atender mis necesidades. Me explicaba todo lo sucedido, había sufrido un infarto cardiaco; gente que dio aviso de mi estado, un guardia diligente y una atención rápida me salvaron la vida. Gracias a ellos volví a ser el viejo Juan otra vez.

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