Nadie como tú. Te lo dije al asomarme a tus ojos, nadie como tú en esta noche. Y en ese momento, me convertí en tu primer cómplice y en tu mayor traidor.

El aire que respiraba sobre tu cuello, rebotaba caliente sobre mi labio. Nadie como tú, pensaba bajo el hechizo de tus cabellos rozándome la cara. Bajo la piel de tu cuello, latía la vida contra mi lengua. Se deslizó, mi lengua, por voluntad propia, hacia tu hombro. Llevada por el impulso, tus dientes se cerraron sobre el mío, tus dedos se clavaron en mi espalda y nuestras bocas se solicitaban, animales salvajes ávidos de compañía.

No sé tu nombre, me dijiste cuando nos detuvimos a tomar aire, a mirarnos sin comprender, preguntándonos qué estaba pasando. No te importa, contesté, no te importa, repetí antes de perderme en un nuevo beso, oscuro y húmedo, largo como la misma noche. ¿Cuánto más quieres?, te pregunté al romper el beso, al romper el sol la noche. Lo quiero todo, me dijiste. Incluso tu nombre. Cerré las manos sobre tus pechos, y sentí tu cuerpo erizándose, respondiendo a mi brutalidad y a mi dulzura. Sentí tu palma frotándose contra mi entrepierna. No soy nadie, te dije, llámame Nadie si quieres… no te voy a decir mi nombre.

Nadie es mi verdadero yo, ahora lo confieso, la persona que vive sin máscaras en un mundo lleno de luces azules. Un mundo frío que se vuelve uniforme, en el que soy otra máscara que camina, se mueve, se alimenta y respira al compás de las demás. Contigo fui Nadie, nadie como tú, en esa noche que coronaba una gigantesca y blanca luna. Mi máscara se había roto. Bajo la luz de las farolas, viste mi verdadera cara, el auténtico brillo de mis ojos. Al amparo de la noche, ocultos en las sombras del portal que encontramos abierto en una calle, me sentí libre a tu lado. No me sentí bueno, no me sentí satisfecho. La intensidad de esa libertad me podía haber dejado sin aliento, como me pudo hacer llorar.

Desabroché tu pantalón, sentí en los dedos la suave caricia del vello que me ocultaban. Sedoso, no me viene otra palabra a la mente. Y saqué los dedos, y te hice mirar mientras los olía, y luego quise que tú los olieras, y que los dos los lamiésemos, para volver a enredarnos en un beso salvaje, desesperado.

Nadie como tú me ha hecho sentir así, nadie como yo te ha llevado tan lejos. Cuando los gritos hicieron salir de sus casas a los vecinos, ¿sentiste la necesidad de pararlo, de soltarme y salir corriendo? ¿De huir de los excesos de la libertad? No. Te quedaste allí, clavados tus ojos en los míos, asustada pero firme. No te vayas, susurraste, seguro que se vuelven a dormir si dejamos de hacer ruido.

Nadie nos oirá, puedes confiar en mi silencio. Y por favor, no me llames nunca por mi nombre… llámame Nadie, y hazme sentir libre.

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