Su respiración es agitada como cada vez que llega a esa penumbra y que pisa la parte de atrás del escenario. El vestido que lleva produce destellos polícromos, la peluca le tensa la piel de la frente, está nervioso.
En ocasiones siente que se baña en gotas de gloria, y otras veces como si fueran a ajusticiarle públicamente. La gente afuera reclama que suceda algo, que le traigan pronto su ración de espectáculo. Están hambrientos de color, de danza, de algo performático que les haga olvidar.
“Y para eso estoy aquí”, se susurra a sí mismo, mientras un escalofrío de adrenalina le recorre de arriba abajo. Por fin, tras una larga respiración, descorre la cortina saturada de brillantina.
Da un grito y finge caerse, provocando la risa general. Por dentro está aterrado, aunque su carcasa es la de la persona más segura de sí misma.
El show transcurre con rapidez. La gente se inflama poco a poco, él baila, canta, se contonea, recibe aplausos y silbidos en un hilo continuo de ironías ingeniosas y bailes cómicos. Su compañero drag sale a escena y él le observa de reojo.
Al entrar se miran uno a otro con cara de pánico y el público estalla en carcajada general. Bailan entre ellos y comienzan una falsa persecución por el escenario. Pasados unos segundos, se sitúan uno frente al otro, silenciosos, solemnes. Y sin mediar palabra, se besan.
No es un beso dulce, sino un beso exageradamente apasionado y cómico que el público jalea en su ardor. Sin embargo, él se concentra en ese beso, que en realidad y a la distancia más breve es un beso tímido y ligero, apenas perceptible en la dermis. Focaliza su atención en ese roce inaprensible, olvidándose del espectáculo, amplificando el universo en la unión romántica que le impulsa, temeroso de su fin, pensando que besa a la persona que ama delante de un centenar de personas, sin que nadie, ni siquiera el receptor del beso, repare en que es un auténtico gesto de amor.
El beso se acaba demasiado rápido y el espectáculo continúa.
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