Él estaba casado, ella tenía pareja.
Se conocieron en el andén del metro, al mediodía, tres y diez de la tarde. La misma puerta de vagón, la misma barra a la que sujetarse, la misma gente de casi todos los días, gente que casi nunca se mira o que casi nunca se recuerda; pero ellos sí.
Ninguno de los dos sabría decir qué día en concreto sus ojos se cruzaron y se mantuvieron fijos el uno en el otro.
Él caminaba deprisa por la calle para no perder ese tren. Ella siempre salía con tiempo suficiente para ir paseando. Ambos trabajaban en la misma zona, en el centro de la ciudad.
-¿Hola! Hoy casi pierdo el tren.
– A mí se me ha pasado el anterior, estaba leyendo y no me he dado cuenta.
– Me llamo Andrés.
– Yo Teresa.
Andrés y Teresa empezaron a esperarse todos los días. Tenían quince estaciones por delante y poco a poco se fueron poniendo al corriente de sus vidas.
– Trabajo en un laboratorio de perfumes, tengo 28 años, estoy casado y no tengo hijos – dijo él un día.
– Yo tengo una farmacia, también tengo 28 años y tengo pareja desde que era casi una niña – contestó ella.
Y así fueron pasando los días y los meses, entre anécdotas de sus diferentes profesiones, conociendo las aficiones de ambos y jugando a imaginar el futuro incierto que todos tenemos.
Andrés se sentía contento, no sabía muy bien porqué, tarareaba cuando se afeitaba, elegía su ropa con más esmero y notaba como si una sonrisa permanente no se quitara de su rostro.
Teresa también se sentía diferente. Algo que hacía mucho tiempo había dejado de sentir, había vuelto. Se consideraba tranquila, y sin embargo, ahora estaba inquieta. Había cambiado su color de pelo de castaño claro a pelirrojo. Había pasado a usar la barra de labios de un color más atrevido, como se sentía ahora.
Un viernes, Andrés y Teresa quedaron para verse al día siguiente. Él le dijo a su mujer que había quedado con compañeros del trabajo, y ella le dijo a su pareja lo mismo.
Ese sábado, comieron juntos, dieron un paseo y decidieron entrar al cine, permaneciendo los dos muy derechos en sus butacas. Al rato, él puso su mano en la rodilla de ella, y ella puso su mano sobre la de él. Los dos se giraron a la vez y sus bocas se encontraron. Dos bocas que llevaban meses buscándose, unos labios que no se defraudaron, unas lenguas que se entrelazaron, unas manos que se desunieron para reconocer el cuerpo del otro. Unos corazones que latían al unísono.
¿Cuánto tiempo sus cuerpos habían estado dormidos? ¿Desde cuándo esas bocas no se entreabrían con ese anhelo, con esa pasión? ¿Cuánto hacía que con un beso el resto de las cosas dejaban de existir?
No sabían si este beso era el principio o el final, pero ambos habían vuelto a sentirse vivos.
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