Las ocho y diez.

Al amanecer, cuando están abiertos los bares para los cazadores y los que toman un primer trago de aguardiente, la vida clava su sierra entre las palabras y las penas. El traqueteo diario empezaba más de madrugada que de mañana. Por eso la rutina encoje los corazones y damos los buenos días como de costumbre, más autómatas, sin mirarnos a los ojos, concentrados en limpiar el pescado, preparar la carne, recoger los periódicos, calentar el horno y frotar con lejía la acera.

Yo aquello lo pensaba mientras escuchaba cómo la máquina de café calentaba la leche hasta hacerla gritar. Esa máquina italiana ha puestos tantos cafés, ha escuchado tantas mentiras, ha levantado tanto el ánimo que, ahora, a mí, solo me producía la agonía de los que soportan el fuego en su piel.

Arranqué una servilleta de papel del servilletero metálico, propagandístico y hortera: muchas gracias por su visita. Saqué un bolígrafo y realicé una breve nota.


Las ocho y cuarto.

La servilleta arrastró consigo los restos del sin sabor amargo del café. La mañana estaba entre fría y caliente, como la bollería del día anterior en el mostrador de la pastelería. La reja metálica protegía los intentos de robo que había sufrido días atrás esa calle rural, comercial y casi concurrida. Amanecí con un millón de dudas y había que pagar a los proveedores, al fisco y a la cuota asociativa de no sé qué. Solía comprar el pan al final de la mañana. Iba a obviar esa rutina porque ya nada iba a ser igual. O no. O sí. Y empuñé fuerte la servilleta que había guardado en el bolsillo.

— Buenos días, Angelito —saludé efusivo sin motivo alguno.

— ¿Qué hay? —preguntó Ángel, panadero y canoso, y cansino—. Una barra puede ser larga o ancha según el hambre que tengas. Antes pasábamos mucho hambre. Ahora somos todos gordos. Si tuviera que destacar algo de esta generación es que están todos como recién traídos de un cebadero. Comen mal. Comen mucho. Y luego los médicos, con esas batas blancas, con esos diplomas tan bien colgados en sus despachos, echando la culpa al pan. ¡Claro que se come pan! En España siempre se ha comido pan, para algo están esos campos de Castilla llenos de trigo, para el cultivo, y para que la gente los mire por la ventana con cara nostálgica. Yo iba para maestro, cirujano o veterinario. Siempre me han encantado los niños, los animales y las enfermedades. Aunque cada vez veo menos por aquí. Hace unos años, no muchos, solían arremolinar sus cabezas llenas de juegos alrededor de la fuente e iban escondiendo su imaginación en cada esquina, en cada rincón. El que salía de los límites del barrio era eliminado, una frontera. Ya no juegan. No sé dónde vamos a parar. Otra vez… ¡No aparques ahí! ¿No ves que cierras el paso a la gente que quiere entrar a comprar? Una rústica, ochenta céntimos. Dale recuerdos a tu padre.


Las ocho y veinte.

Salí con el pan caliente y la oreja, también. El repartidor asfixiado de los paquetes que estaban en su furgón hacía lo que podía con las quejas de unos y otros para que no estacionara su reparto. Llevaba la noticia a la librería. Imagino que no seré titular de ningún diario de tirada nacional, aunque seré tribuna en los portales de la plaza. Con un pan debajo del brazo, apreté de nuevo la servilleta guardada y confesa, y entré a por la prensa:

— La pastelería queda más abajo, aunque no sé si quedarán merengues— saludó a su manera el librero—. Y menos mal que echasteis al “Mauriño”. El Madrid tiene que jugar al ataque. Al ataque. El ABC no viene hoy con el suplemento. Uno veinte. Hasta luego y alegra esa cara, que seguro que ellos están tan felices con sus millones.


Las ocho y veinticinco.

Puede parecer que los que van con el pan y el periódico a las ocho de la mañana tienen la vida resuelta. Son cosas de jubilados y gente que estira el ocio hasta tener tiempo para madrugar.

La pescadería impregnaba el olor a casquería marítima diez metros arriba y abajo. Los coches apretujaban sus carrocerías, coqueteando con los canalones, apretando a los peatones contra las fachadas. La fina lluvia calaba la humedad en la acera, cada vez menos gris y más plateada y resbaladiza. Cualquiera podría tropezar, quedar con un hueso roto, a la espera de que esas cornisas de madera abrieran el vuelo y dejaran penetrar la luz hasta templar los ánimos, caldear la esperanza.

El cartel anunciaba la Ferretería Universal, tradicional e histórica. El candado retumbó en toda la calle y entré sin dejar abierto al público. La correspondencia llega antes que cualquier cliente. Recibos de luz. Cartas cordiales del banco con su incesante tuteo. Requerimientos de Hacienda.

El almacén escondía los secretos de una mesa camilla. El flexo iluminaba y dejaba la sombra del perchero y la bata blanca que colgaba. Deposité el periódico sobre la mesa, y sobre el periódico dejé el pan, y sobre el pan, un deseo de perdón de mis dos hijos y mi mujer.

Cambié la trenca negra por la bata blanca. Y saqué esa nota servil, con olor a fritura, escrita a puño y letra azul, como las cartas desgarradas de un preso político, y la coloqué con celofán en la puerta de entrada a modo de información, de certificación.

Encendí la radio. Sonaba Waterloo. Subí el volumen hasta encontrar la solución. Abrí el cajón. Allí, la soga áspera, gruesa y ruda. La lancé por la viga de madera que cruzaba el almacén como la palabra horizontal de un crucigrama imposible. Revisé el terreno para que no hubiera escapatoria. El taburete alcanzaría la cabeza hasta el agujero. El piano, sus acordes, el estribillo. Waterloo. Y la servilleta de papel, arrugada y sincera en la puerta acristalada: “Vuelvo en cinco minutos. Disculpen las molestias”.

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