Es noche buena, no sé con certeza la hora que es exactamente, pero deben pasar de las diez de la noche y en algunos momentos arribará la navidad. Aguardaba con impaciencia durante todo el año hasta su venida, podía pasar toda la noche riendo con mi esposa y mis hijos, narrando memorias mientras el tiempo transcurría; pero esta vez no será la ocasión.
Recostado en la banca de un parque en Alameda Sur sobre Eje dos, cavilo asiduamente sobre como terminé aquí, como se transformó esto en mi morada.
La ventisca y sus oleadas estiban un abrazo gélido que me arrece, así es el afligido invierno.
Los días posteriores pasaba el anochecer en el quiosco que se encuentra casi a la mitad del parque…
… pero ayer cuando volví de conseguir algo de alimento, el sitio estaba ocupado por un grupo de mendicantes que me ofrecían una mirada de odio y altanería. Entre los jóvenes y ancianos inmundos alcance a divisar una niña que parecía recién había llegado a la adolescencia, me observaba con sobresalto y a cada paso que yo daba aproximándome, ella oprimía más sus brazos resguardando a su vástago que se amparaba inocentemente sobre su pecho; soy humano y sé que no lo sería no pensar en aquella criatura que aún ignora la maldad de la creación. Contemplando tal escenario di la vuelta y me instalé en esta banca.
La helada brisa acaricia mi piel, el suéter que me obsequió mi hija la navidad pasada y unos vaqueros que tomé prestados de una tienda meses atrás, es lo único que me abriga. Tenía algunas mantas que una familia afectuosamente me donó, especialmente para esta frialdad invernal. Las guardaba en donde dormía, el quiosco. Estoy seguro que los ahora ocupantes menesterosos, las necesitarán más que yo.
Esta noche álgida no sé qué podría acaecer, la temperatura es en extremo baja.
Deje de sentir el frío, como si se ausentara la sensación y mis ojos comenzaron a cerrarse lentamente, como las cortinas de un telón teatral horizontal. En medio de parpadeos atisbaba la arboleda que me acorralaba.
Comenzaba a quedarme dormido. A través de la grieta de mis ojos contemplaba que la nevisca rociaba todo a su paso y mientras las esferas blancuzcas llovían yo comenzaba a bucear más y más profundo en las aguas de Morfeo.
Abrí los ojos de golpe, no podía mover mi cuerpo, ni siquiera lo sentía. Estaba recostado en el mismo lugar, con los pies en el suelo y el resto reposando en lo plano del asiento.
Es muy extraño, no siento miedo, no me puedo sentir, es como si no existiera, no siento absolutamente nada. Puedo mover únicamente mis ojos, que tienen un rango limitado de visión por la posición en la que me encuentro, como un muñeco de madera al que le pusieron iris móviles de plástico.
El cielo lucía hermoso, hace tantos años que no lo miraba tan bello.
La última vez que miré tal magnificencia fue en aquel señero pueblo mágico hace veinte años, frente a una cabaña de roble, sentados en el jardín esmeralda, rodeados de arbustos, luciérnagas y la melodía de los grillos. El cielo estaba constituido en su mayoría por nubes del color de la niebla y asperjado por algún Picasso de azul marino, la otra parte estaba plagada de estrellas centelleantes.
Esa noche abrace a mi esposa y apreciamos juntos la majestuosa obra de arte que la naturaleza nos regalaba. Una gota de cristal comenzó a correr por su mejilla, como un rio que discurre entre la pradera más bella. Nuestras manos se entrelazaron y comenzaron a fundirse, dos almas se unieron. La noche fungió de juez del pacto más delicado hecho por un par de amantes, del cual hoy solo queda un recuerdo…
El cielo lucía tan hermoso, como solo un par de veces en la vida sucede.
El césped estaba en su mayoría cubierto por nieve y los arboles también estaban espolvoreados en las copas.
El amanecer nace en el horizonte y el azul entre el celaje se esclarece cada vez más.
Nuevamente la visión me traiciona y mi vista es como una lámpara que parpadea, entre cada pestañeo una silueta nebulosa se aproximaba a mí, como una imagen turbia que aparecía después de la oscuridad. Entre los breves intervalos de percepción, veía que aquel contorno se posó frente a mí y su brazo se dirigía hacia mi cuerpo, como si me estuviese tocando, pero yo no sentía. Se inclinó un poco, a la altura de mi rostro y le observé, era mi hija; después de tantas discusiones inmoderadas y tanto tiempo perdido, tan distantes. La veo, como cuando llegó a mi vida, causándome una sonrisa que mi rostro entumecido no podría esbozar este día.
Podría ser un filme creado por mi subconsciente para hacerme feliz un instante, pero su figura es cada vez más nítida, se ve atemorizada, con un semblante que denota espanto y pánico. Sus labios se abren como estructurando palabras, creo que está gritando, pero no logro escuchar nada.
Entonces, mi vista se erradicó por completo, enterrándome dentro de una oscuridad cada vez más intensa y abisal, situándome en una barcaza que zarpa en el piélago de una pesadilla sombría, como si fuese el delirio más lúgubre jamás vivido.
Después de la oscuridad… vino la nada…
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