*
—Ahí está el jabón, cabrón. Si quieres ropa limpia, sube a lavarla. Ya estás grandecito.
—Ay mamá, ¿y si me ven los vecinos?
—Hazle como quieras, pero échale ganas.
—¡Ayyy mamáá!
Mañana entro a la secundaria, podemos llevar la ropa que queramos. Mi playera favorita, la negra con una calavera, apesta a sudor. Así la he usado desde que mi mamá empezó su huelga. ¿Cómo que ya no va a lavar mis cosas? ¿Qué sigue? No importa ahora.
Qué peste. Eso no le gusta a las niñas. Agua, jabón y listo. Sólo serán unos minutos.
Por suerte, la azotea está vacía. Los lavaderos son todos míos. ¿Pero qué tal si sube alguien? ¿Qué tal si sube ella?
**
Nos mudamos a este edificio hace dos años, después de que mi papá se fuera a vivir con su otra familia. ¿Por qué digo otra? Ésa es la verdadera. Nosotros somos la otra, la que sobraba. Fue entonces cuando la conocí. Yo tenía diez años; ella doce.
Ana, la chica del departamento 7.
Cuando la vi por primera vez, yo cargaba una caja demasiado pesada para mis brazos flacos. Tiré libros y revistas por todo el pasillo. Quería demostrar que podía soportar ese peso. Ana iba bajando las escaleras, traía puestos sus lentes gruesos y una falda verde. Pero eso no fue en lo que me fijé, lo recuerdo bien. Sólo pude ver su boca, toda pintada de rojo.
Me vio recogiendo el desastre y se detuvo un momento.
Creí que iba a ayudarme, pero sólo se rio y siguió de largo. Antes de llegar a la parte baja de las escaleras, dio media vuelta y me preguntó:
—¿Y tú quién eres, eh?
¿Por qué no me preguntó “cómo te llamas” o algo así? Qué rara.
—Yo soy… soy Daniel.
—Pues ten más cuidado, Danielito.
Rio de nuevo. A punto de dar otro paso, me vio directo a los ojos.
—Yo soy Ana.
Desde entonces, sólo he hablado dos veces con ella. Las dos veces sólo he podido responder “sí” o “no”. Desde entonces, sueño con ella de vez en cuando.
***
Comienzo con los calzones, con la rajita de canela. Mi mamá dice que está cansada de lavar caca. Ahora la entiendo un poco. Enjabono y tallo; repito una y otra vez. Poco a poco desaparece, pero sí que cuesta. De repente, una voz a mis espaldas.
—Hola.
Ni siquiera tengo que voltear, sé que es Ana. Disimulo y pongo una playera encima de mis vergüenzas. Me volteo para encararla, pero no sale ninguna palabra. Ana se pone a tender ropa.
—¿Tan calladito como siempre, Danielito? Qué aburrido.
Di algo… lo que sea…
—¿Qué estás comiendo?— finalmente logro preguntar.
Ella se ríe… esa bella risilla que suena a canción.
—Es una paleta, ¿no las conoces?
Qué tonto.
—Sólo tengo una.
Mi corazón tiembla. Veo sus labios pintados de dulce.
Flotamos… nos acercamos. Nos besamos. Mi primer beso.
Ana me cachetea, se esfuma entre carcajadas.
Mi mamá tiene razón. Ya estoy grandecito.
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