Ir a lo de Tito estaría bien, pensé. Pero claro, para llegar a lo del Tito había
que recorrer un largo tramo. La plaza, las vías del tren de Manteca y,
claro, el parque Rivadavia.
Así que me puse a andar. Después de todo Tito tendría torta de chocolate
y una vez allí podía reponer las energías gastadas.
Llegué a la plazoleta Subiría con un tanto de resistencia por parte de mi
cuerpo. Es decir, yo quería ir, ¿viste? Pero el cuerpo se negaba. Impulsaba yo
una fuerza motora y una velocidad de espectáculo, pero las piernas se movían
despacio, como si no quisieran ir, como si se negaran a hacer todo el trayecto
hasta la casa de Tito.
En fin, llegué a las vías del tren de Manteca. Como el tren no pasa más
por ahí, por la tragedia de la piba Coca que tuvo lugar hace muchos años, me
gusta caminar por los rieles cada vez que paso. Así que me puse a pisar tablón
tras tablón, sin tocar las piedras porque es de mala suerte.
Al poco tiempo, como suele suceder, perdí noción de la distancia cubierta.
No sabía si recién empezaba, no sabía si estaba por terminar. Los rieles de un
tren suelen tener un final, pero para aquel que los transita siguiendo una regla
fruto de sus propias manías neuróticas, en un punto puede llegar a hacerse
eterno. Ya cansaba tener que pisar cada madero; uno veía el intermedio de
piedritas como un océano en el cual refrescarse.
Entonces algo me sacó de mi triste embeleso con la nada, un temblor me
obligó a dejar las vías, a poner pie en el burdo suelo. Y ahí me quedé, presa
del desconcierto.
Un segundo temblor me sacó de mi trance y atrajo mi atención. Seguí con
mi vista la dirección en que mis sentidos decían que se originaba.
Y al cabo de un rato, vi rajarse la tierra en el límite de los rieles. Y ahí,
donde estaban las piedritas, comenzó a horadarse un agujero. Las piedritas se
hundieron, luego se elevaron mientras una protuberancia las alzaba.
Una cabeza, lo que simulaba ser un hombro.
Las piedras cayeron y develaron la mirada triste de una calavera etérea.
El que ya ante mis sentidos estaba clasificado como fantasma en toda
regla, terminó de erigirse del suelo y, tras unos segundos de dubitación, se
aprestó a flotar lejos del lugar.
Lo vi alejarse en dirección desconocida. O tal vez no tanto. El fantasma
desapareció entre los pinos que bordeaban el ferrocarril.
Quise seguirlo, pero otra vez vino a mi cabeza la casa de Tito, la torta,
tal vez de ricota pero seguro de chocolate, el café caliente… Mi vista cambió de
dirección varias veces.
Con un suspiro, volví a las vías y seguí mi camino.
No hay alma en pena que valga tanto sacrificio.
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