LA GLORIETA DE LAS MECEDORAS

LA GLORIETA DE LAS MECEDORAS

Fue amor a primera vista, hicimos click al instante. Estábamos en la convención nacional de un partido político X, se me acercó con dos vasitos desechables con ponche calientito. El frío lo requería. Toma, dijo con una pícara sonrisa rompehielos. Ipsofacto quedé más idiotizado que de costumbre, platicamos no sé de qué boberías pero nos reíamos como locos. El tiempo voló, la fui a llevar a su casa, quedé de llamarle e hice honor a mi palabra. Más pronto que tarde ya iba yo por ella a su trabajo hasta el Instituto Nacional de Cardiología, allá por donde Judas perdió las chanclas, en el sur de la ciudad. No me importaba el pesado trayecto, sobre todo por el tráfico y el calor de regreso. Comíamos en alguno de los múltiples restaurantes de la avenida Insurgentes Sur. Un buen día, ya al dejarla en su casa, le propuse que fuéramos a tomar un helado ahí cerquita de lo que yo conocía como La Glorieta de las Mecedoras. Aceptó gustosa, pidió un helado doble de mamey, yo uno de tres bolas; café, nuez y chocolate. Nos los chutamos en mi precioso Buick modelo 88, color gris entre quemado y plata con medio techo de vinil color vino pegaditos al mencionado parque. Ella terminó el suyo primero, se veía un poco ansiosa por lo que pensé que quizá ya quería regresar a su casa pero afortunadamente estaba yo muy equivocado. A punto de terminar el mío la miré directo a los ojos y le pregunté si quería ser mi novia, no lo pensó ni una diezmilésima de segundo. De inmediato me respondió que sí, me quedé como pasmado, no creo que mucho tiempo pero a ella se le hizo eterno. ¿Qué esperas? ¿Acaso te dio un infarto? ¿Quieres que te dé un buen masajito al corazón? Me preguntó con tanta picardía como impaciencia. ¡Te dije que sí! Grandísimo soperútano. Acto seguido se recorrió en el asiento, que afortunadamente era continuo y se inclinó sobre mi para besarme, apenas tuve tiempo de saborear sus carnosos labios cuando ya estaba haciendo lo propio con su pequeña lengua que traviesa jugaba a tratar de alcanzarme la campanilla. Siguieron los besos uno tras otro, un “viene viene” se acercó y se esfumó inmediatamente comprendiendo que en ese momento no le iba yo a dar nada. Nosotros estábamos concentrados en lo nuestro y así siguieron los besos uno tras notro hasta que los vidrios del auto se hallaban completamente empañados y escurrían pequeñas gotas de humedad. El coche, pese a su formidable suspensión, a estar estacionado en  “parking” y a tener el freno bien puesto, se mecía no tan suavemente aunque sí con mucho acompasamiento. Tal era el fragor de la batalla. Es por eso que a esa pequeña rotonda se le conocía como “Parque de las Mecedoras” o “La Glorieta de las Mecedoras” aunque su nombre es “Parque de la china”.

                             

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