Los hombres marchaban cabizbajos hacia el atardecer. La quebrada cubierta de cuerpos silentes y charcos de sangre no permitía algarabía alguna por la victoria. Las miradas inertes. Los miembros mutilados. El olor pestilente. Cualquier emoción veraz y honesta quedaba suprimida por la brutal presencia de la muerte.
El sargento reparó en los rostros sombríos de sus hombres. Se dio cuenta que necesitaba decir algo para romper la incomodidad del silencio y endulzar sus pesadas almas con algunas palabras. Algo que les recordara, aunque fuera remotamente, que aún quedaban rasgos de humanidad ante tal desastre. Bertrand se arrodilló y comenzó a rezar: «Padre nuestro que estás en los cielos»
Al llegar al pie de la colina, el sargento dio una última mirada a ese cuadro digno de Doré. Nunca más nadie le llamaría por su rango militar.
Años después me encontraría con el sargento en un comedor del ejército de salvación. Me pidió que no le digiera sargento sino por su nombre cristiano, Joseph. Se rehusó a hablar de que había sido de su vida después de la colina. Sin embargo, había detalles que contaban una historia muy honesta y brutal. Su ropa maltraída. Su rostro macilento. Su anillo de casado, aunque era fácil deducir que vivía donde lo encontraba la noche. Le faltaban piezas dentales. Y lo más importante, el vacío que irradiaban sus ojos contaba un relato de abandono y olvido.
Luego de muchos intentos, pude convencerlo de acompañarme a beber algo al Bar Inglés. Divagamos por horas de la guerra, el honor y la hombría. En un momento se silenció y mientras miraba embobadamente el cubo de hielo que flotaba en su gin tonic, suspiró profundamente y dijo: Un hombre no merece morir por la ambición de otros hombres. Uno está hecho para morir viejo en su lecho rodeado de su familia. Pero agonizar en un lodazal, desangrándose, con el cuerpo mutilado, sin nombre ni sepultura…no es digno. Lo que vi esa tarde en la colina me hizo entender que todo esto está mal. Y no volvió a pronunciar palabra alguna.
Cuando caminábamos a tomar el bus, me tomó del brazo y espetó: vi a ese soldado agonizante y no hice nada. Lo dejé morir como un animal recién cazado. Cuando volví mi vista por ultima vez hacia la cumbre pude reconocer una figura negra devorándose lo que quedaba de esos pobres muchachos. No era humana, no era animal. Era un poco de los dos y ninguno a la vez. La vi perderse en la montaña de cadáveres y lodo arrancando pedazos de carne y de almas. No puedo dejar de verla, esperándome en cada lugar que voy, en cada momento del día. Ahí está, esperandome.
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