Son las nueve de la noche y el silbido de don Juanillo se escucha,

mi abuelo, se acomoda la boina, toma un cigarrillo,

y con una sonrisa de medio lado se despide.

En la banca del parque que mira hacia el “Cuartel Militar de Matamoros” ya están «el Chato», “don César», “don Felipe», y «el Catracho» esperando.

ya entrados en sus sesenta y pico, acuden a la faena de recordar viejos tiempos,

allá donde Ubico reinaba con una elegante tiranía y la delincuencia no existía.

Donde los buses costaban cinco centavos y el pan seis por dos.

Sus risas se escuchan en toda la cuadra, el eco de la noche los delata. Los grillos se esconden y las cigarras trepan las ramas más altas de los árboles y se acomodan a observar la luna, mientras los viejos se adueñan del escenario nocturno que les pertenece.

Con las manos en los bolsillos y temblando de frío saludan a doña Carlota, que se le hace bien tarde para llegar a la tienda, por estar viendo la novela y pinchando algunas pelotas.

—Buenas noches “Carlotía”

—Buenas noches caballeros, a penas y sin aliento les responde.

Casi deja una chancleta tirada de la prisa que le encarga, la leche, los huevos y el café.

A lo lejos se vislumbra una silueta que se acerca, con pasos tambaleantes, es un hombre alto, delgado y de sombrero, es don “Román”, el zapatero.

—Pobre hombre, gana Q10.00 por hora, trabaja seis y se bebe la mitad en “El Tango Azul”, dijo el Chato.

—¡Ah! “El Tango Azul”, suspiró el Catracho, se me antoja un traguito, con estos fríos tan helados.

—Callate vos, que mi mujer el otro día me hizo un pancho, no me quiero aparecer hasta que muera el cantinero, estaba tan borracho que de no ser por el dolor de oreja que aún tengo, habría olvidado que me sacó a tirones como niño que se esconde después de la travesura, casi me hice en los pantalones, con tremenda carcajada les contaba don Felipe.

Don Cesar, el más serio de todos interrumpe con un estruendoso rugido, disimulando que tosía, <>

—Muchá y ya se fijaron que el “Daroso” se ha vuelto famoso, quién diría que llegaría lejos el patojo, dijo.

—El, “Daroso”, el “Daroso”… repetía don Juanillo, como queriendo recordar de quién hablaba, mientras se rascaba la coronilla pelona.

—El “Daroso”, el “Arjona” le dijo mi abuelo, “Ricardo Arjona”, el peludo.

—¡Ah! yo aún recuerdo las chamuscas en el Asilo Santa María, le veía jugar con mis patojos, dejando las suelas a medio campo, dijo don Cesar.

—¡Buenas noches señooooressss!, interrumpen la faena, era don Román que apenas podía sostenerse de pie para saludar.

—Buenas noches don Román, cuidadito, cuidadito, le replican.

Se ven entre sí y sin palabra se dicen, “Pobre hombre”…

Ya el gendarme se escucha a lo lejos, con su pito que anuncia que la calle está segura, mientras todos duermen.

Con eso de los ladrones con insomnio, quién sabe.

—Bueno muchá, dijo don Juanillo, ya es hora de volver, antes que me dejen en la calle.

Se despiden de aprentón de manos y palmada en la espalda.

—Hasta mañana don “Nino”, ese es mi abuelo que ya está en la puerta, a punto de entrar.

Me interno entre mis cobijas y me hago la dormida. Ya mi abuela duerme.

Los grillos salen de su escondite, iniciando su concierto a la luna y las cigarras con sus graves voces les acompañan.

Ya son las diez, sigilosa me levanto y acomodo las almohadas, con los zapatos en la mano y caminando de puntillas salgo sin provocar el menor ruido que altere el sueño tan ligero que les distingue.

Afuera está la Mariela,la Deborah, el Roger y unos cuantos amigos más esperándome.

Me trepo la pared y me lanzo sin pensarlo dos veces, después de todo la otra vez casi me atrapa el vecino, pensando que soy un ladrón. Hasta una patrulla y una comitiva de vecinos organizados buscaban el misterioso hombre que se fugó en medio de la nada mientras dejaba su gorra tirada… esa era yo y la gorra de mi primo, menos mal que nadie la reconoció o habría sido mi pase gratis al convento.

Las historias de miedo, los chistes, los intentos de guija, el escondite y la atrapadera, daban paso a nuestras noches clandestinas.

De otra manera no habría sido divertido.

Tocando algunos timbres y gritando como locos, recorríamos las calles vacías de la colonia “Diez de Mayo”, allá al final del monumento de la madre, esa que en sus brazos tiene un niño y treparla era una gran proeza.

Ese barrio que los abuelos con gran esfuerzo construyeron, en aquel proyecto llamado, “Esfuerzo Propio Y Ayuda Mutua”, cuando con sesenta y cinco quetzales se compraba un lote, cuando la tacita de plata y el país de la eterna primavera aún no conocían la inflación y el quetzal valía lo mismo que el dolar, cuando en la tienda de doña Mati, con veinticinco centavos, compraba un litro de coca cola y media docena de bolsitas de “Tortrix”.

¡Mi barrio querido!, ya han pasado casi tres décadas desde que esto sucedió, de vez en cuando aún voy a caminar por sus calles, ya “don Cesar”, el “Chato”, “don Felipe”, mi abuelo, “doña Mati” y muchos más han muerto y sólo han quedado sus nombres en una placa que les conmemora como fundadores de la “Diez de Mayo”.

Cabe mencionar que Ricardo Arjona y doña Carlota hicieron las pases, pues le perdonó que le pinchara más de cien pelotas.

“El Tango Azul”, ya no existe, seguro finalmente murió el cantinero, espero y haya olvidado el bochorno de don Felipe.

Ya ni los baches han quedado, pues el Alcalde y su vitalicia estadía, hasta eso se han llevado.

Solo queda en el alma y en el pensamiento, el recuerdo de mi barrio querido. donde dejé tirado el ombligo.

Leslie Mansilla

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