Aquellos labios temblorosos, perdidos y cansados aterrizaron en su frente infantil y la hicieron descansar, borrando las tensiones amargas tan impropias de su edad. Pamela sonrió y, aferrandose a la almohada que por tanto tiempo la había acompañado en las noches solitarias y grises, pudo soñar de nuevo como lo hubiera hecho un par de meses atrás, cuando el mundo tenía colores y podía observar el mar a unas cuadras de su casa. El sonido de las olas, el tacto de la arena y la vista del horizonte a lo lejos habían sido reemplazados únicamente por el olor a pescado que invadía la casa por la ventana a través de la brisa marina, y por la puerta todos los miércoles con el resto de alimentos que pedía para cocinar. Su abuela la había llevado por última vez a la playa el verano anterior, unos meses antes de empezar a olvidarse a sí misma y caer enferma, a fuerza de ayunar a conciencia, de una misteriosa gripe con toques de asma. Desde entonces, Pamela tuvo que aprender a cuidar la casa sola. Sus pequeñas manos, antes suaves y hábiles, se volvieron ásperas y tensas, había dejado de ir a la escuela y no hablaba con nadie para ocultar el malestar de su abuela, pues había escuchado en el mercado que aquellos que tenían la enfermedad eran llevados para no volver. Siendo la abuela la única familia que la había criado decidió cuidarla hasta que se recuperara. Iba todas las noches hasta la puerta del cuarto de la abuela, siempre a religiosa distancia, y le narraba los cuentos que le fueron antes leídos para dormir, volvía a su cuarto con el cuerpo jalandola de vuelta y lloraba en silencio con la almohada en brazos. Una almohada inerte, sin calor ni consciencia pero que mantenía el olor a clavo y ropa vieja de las faldas de la abuela que se hallaban tan accesibles pero a la vez tan lejanas, dejandole una dolorosa sensación de separatidad, nostalgia y soledad que la hacían apachurrarla más en busca de algo que nunca encontraba. Una madrugada de verano, se halló a sí misma con la frente ardiendo y el cuarto dando vueltas, trató de levantarse pero cayó sudando en frío, sola, débil y adolorida, la pequeña cerró los ojos en busca de una paz que no lograba encontrar. En medio de la confusión febril sintió una sombra suave con olor a clavo y aliento a pasa, presencia arrugada y paso lento que se le acercaba. Los labios secos, gastados en otra época, se posaron en su frente por un corto y abrazador momento: «Buenas noches, sueña con los angelitos» dijo en una frase que respiraba antigüedad. Cuatro felices y agonizantes lágrimas separaron a Pamela de un sueño que no había gozado en mucho tiempo, soñó que era libre y volvía a su pequeña vida de niña una vez más. A la mañana siguiente, encontró a su abuela inerte y fría, sin calor ni consciencia, como su almohada.
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