Blasco nació y vivió en una casita adosada a un colegio religioso para señoritas de la alta sociedad. Su viudo padre era el encargado del mantenimiento del edificio. Un domingo, paseando, se encontró un destartalado violín que el padre le remendó con habilidad. Entonces, el chico, imitando al protagonista de una vieja película, comenzó a subirse a su azotea para tocarlo. Las señoritas del colegio, que tenían poco contacto con el exterior, sintieron las melodías y dieron en distraerse de sus clases y de sus rezos descomponiendo las rígidas figuras que las monjas les tenían inculcadas, con suspiros y risitas.
Pero lo peor, constataron las religiosas, llegaba por las noches, cuando las damiselas a solas en sus literas, en lugar de dormirse, se pasaban horas soñando con románticas escenas que tenían siempre, por protagonista, al violinista del tejado contiguo.
Informada la superiora del descoque que se estaba produciendo en las normas del colegio, decidió llamar a su despacho al inocente padre, que permanecía totalmente ajeno a la controversia, para ordenarle que construyese un muro que fuera más alto que su tejado. Aislado el demonio muerto el problema, pensó la buena madre dando comienzo a mi historia.
Ocurrió que la priora no contó con Sofia, «la soñadora», como la apodaban las compañeras. Sofia, empedernida lectora de novelas sentimentales, había sentido la música y su sensibilidad añoraba conocer al autor, de modo que se dio formas para escapar cuando todas en el colegio dormían, e ir al encuentro del joven músico. Comenzaron ambos su amistad conversando a través del muro en un atrevido juego prohibido que, invariablemente terminaba con una sonata bajo las estrellas que él tocaba solo para ella. Poco a poco, la amistad dio paso al amor y éste, llamó al deseo que despreció a la ya esquivada prudencia y provocó que «la soñadora», se convirtiera en «la intrépida». Una noche Sofía se encaramó al muro y saltó al tejado para poder contemplar a su enamorado. La escena se repitió sin que, milagrosamente, fuese descubierta, hasta que la naturaleza vino a delatarles seis meses más tarde del primer encuentro.
Visualizado el pecado cuando el escandaló ya no tenía solución, llegó el tiempo de la represión. El joven y su progenitor fueron desterrados y condenados a la miseria. Sofía fue enclaustrada en la casa de sus padres, los cuales, una vez que me vieron nacer, me depositaron, con la máxima discreción, en un orfanato.
Cuando tuve uso de razón quise conocer mis orígenes y busqué a Sofía. Rastreé su noble apellido hasta encontrarla en una residencia para desquiciados. A pesar de su estado, tuvo lucidez para contarme esta historia y rogarme que la llevará con su amado Blasco. Juntas, seguimos el rastro de la música hasta acabar una noche, encaramándonos a un tejado donde nos aguardaba un anciano que, en cuanto reconoció a Sofia, se fundió con ella en un beso profundamente anhelado, mientras yo, heredera de su violín, ponía la melodía y el final a este relato.
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