Me dicen que soy introvertido, pero estoy reconsiderando que soy un caso típico de misantropía. Quizás me he puesto ha pensar demasiado en los demás, en como se comportan o que es lo que desprecio de todos.
Todavía tengo presente los pellizcos de mi abuela en mis mofletes rosados, de como se cebaba conmigo mientras decía lo guapo que era, cuando la babosa de su amiga le daba el arrebato y me besuqueaba con aquella verruga peluda que tenía en la comisura de los labios…joder que asco daba.
Lo cierto es que mi crianza pasó por la etapa de ser cuidado por la «Yaya» a ser un «niño llavero». Pronto aprendí a no echar en falta el cariño de mi madre y los pocos arrumacos que me daba cuando volvía del trabajo.
Cuando todo parecía ir mejor, llegaron los tiempos del instituto, sin saber como había ocurrido me las tuve que apañar en convivir con «la onceava plaga»; un montón de niñatos rebeldes seborreicos , que al igual que los animales marcaban su territorio, sabiendo que el mío era el último pupitre donde entendía el vuelo de las moscas y el deseo del culo de Águeda. Por todo lo demás estaba condenado al aislamiento, que por aquel entonces era mi mayor aliado.
Pronto notarían que era un inadaptado, porque muy de vez en cunado hacia lo indecible para liarla. Podía saber el camino que iba al despacho de la jefa de estudios con los ojos cerrados y también el del patio donde me mandaba ha contar piedras.
Por aquel entonces elegí la clase de química para echar una cabezadita y entre mis sueños, noté que alguien me acariciaba el pelo con suma ternura mientras me llamaba. Una cara blanca, pecosa, de labios carnosos y pelo negro aparecía ante mí para despertarme. Era Águeda.
Desde ese momento, sin saber porqué, se unió a mi causa. Nos alegrábamos después de tirarle tizas al profesor de turno para que nos expulsara de clase, al pasillo o bien al patio. Entre las horas de castigo me confesó «eres un chaval raro». Me sentí extraño, confuso…pero con el tiempo me dejé llevar.
Una vez en el patio se acercó, con cierto disimulo, me miró fijamente y me beso con los labios cerrados. Noté como el suelo se estremecía, el aire dejaba de agitarse; su trayectoria había llegado y entendí para siempre que ese beso sería único. Así que dejé de contar las piedras…
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