Elegía a una poeta (maldita).

Elegía a una poeta (maldita).

Los labios azulados le saben a polvo. Y no a polvo dominical, aquel repleto de destellos y añoranzas, sino a polvo enclaustrado, reseco. La ausencia de las entrecortadas y tímidas respiraciones que la abanderaban corroen el alma del poeta, como si de arsénico se tratara. Los ojos de su musa, antes vívidos y acuosos, se han marchitado. No hay palabras ni lamentos que sobrevuelen el cuerpo de su querida, tan solo silencio. Un silencio que lo envuelve discretamente y lo martiriza con su catálogo de incisiones. El poeta de tez demacrada intenta asirse a la pared, pero trastabilla y cae de forma patética al suelo. Nota las miradas de desprecio que aquellos seres alimentados por la miseria le dedican. Observa sus ojos y no ve en ellos dolor, sino la tenue sombra de la muerte, que los carcome poco a poco. No encuentra en ninguno de ellos la virtud de su amada, ni siquiera el reflejo de su pureza. La mira entonces desolado, consciente que el ángel mutilado que se halla tumbado en la cama pronto devendrá en polvo. Incapaz de soportar un segundo más aquella obscena pesadilla, baja corriendo los escalones empinados de la residencia de los Ludvova y se aleja del horror que encierran sus claustrofóbicas estancias.

La cantina de los astilleros rebosa actividad. El poeta se sienta en una mesa apartada, dispuesto a envenenarse hasta perder la razón. Una camarera greñuda se le acerca con recelo y le espeta que no le va a servir nada sin que se lo pague antes. Él se palpa los bolsillos y al ver que no lleva consigo su pequeña cartera de piel, implora a la mujer que le deje beber, que ya pagará mañana. Ella se niega, afeándole sin piedad su aspecto y la falta de higiene. El poeta no protesta, consciente de su terrible condición. Ante las tajantes negativas de la mujer, el poeta se levanta amenazante y la maldice a gritos, invocando incautamente a todos los santos para asesinarlos de nuevo. La mujer enmudece y pálida, se retira hacia la barra. El poeta respira con dificultad;  las palabras se le atropellan en la laringe y las neuronas parecen arrojarse desesperadas por los abismos de su cordura. Empieza a chillar y llorar como un niño vestido de muerte y los obreros se lo miran con asco, que se ve reflejado en sus rostros adustos. Se agarra entonces la mandíbula y se la retuerce, desesperado, intentando ahogarse, pero solo consigue que todas las formas se tornen difusas. Nota entonces como le golpean la cara, como los nudillos amarillentos iluminan su rostro carmesí. Cuando no es más que un manojo de llantos y respiraciones sanguinolientas, lo lanzan a la nieve. Allí le aguarda el frío siberiano. Tendido, sueña con que la parca, ataviada con una máscara escuálida, viene a recogerle como un resignado basurero al anochecer. El poeta se palpa con dificultad los labios carnosos y celebra que el dolor le nuble el recuerdo del amargo beso de la muerte. 

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