La Underwood No. 5 martilleó sus sonoros besos en el papel hasta decir que aquello era una historia de amor que viviría para siempre —o una historia sobre el amor, Bill y Scarlett saben que hay matices que se quedan por el camino—. El estrépito de la máquina de escribir saltó por el balcón en Montmartre y rodó colina abajo, pasó por el cielo y la boca del infierno, ahuyentó a unas ratas que mordisqueaban la manzana de una huérfana de padre y rebotó por paredes y piedras hasta toparse, a los pies de las aspas, con los zapatos de tacón, satinado rojo fuego, rojo sangre, rojo error.
El redoble de los tipos se sumergió en un charco formado por lágrimas dulzonas de Elton John, Bowie, Beatles, para emerger después como un fastuoso elefante engalanado de oro y luces, florida orfebrería art deco y la silueta del molino en un ventanal con forma de víscera. Allí, cuando los amantes ya habían retozado en aquel almibaradérrimo decorado, cuando habían saltado literales chispas y todo espacio para la metáfora estaba ya saturado de algodón de azúcar, pusieron fin a su popurrí musical. Cerraron los ojos en una ansiada inclinación de sus cuellos, agujas marcando la una y media para alcanzar un segundo de silencio y oscuridad. Después, todo es precipicio, caída para alimentar el motor de la Underwood.
Si el amor es la búsqueda de silencio y oscuridad, la muerte es el clímax, y solo aquél martilleado en un papel vivirá para siempre.
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