Es en las situaciones más angustiantes en que los espíritus son puestos a prueba, de esto refulgen vestigios de una solemnidad y entereza valiosas, lo suficiente como para que en situaciones adversas las almas prevalezcan pese a las penurias. En la guerra, aquel funesto acto que pareciera estar ligado íntimamente a la naturaleza humana, tan antiguo como el tiempo mismo, las 2 esencias más ancestrales de la psiquis se ven enfrentadas. Por una parte, la destrucción, aquel primitivo deseo de devastar todo cuanto existe, y en contraparte, la creación, aquel solemne intento de preservar la vida.
La guerra hace que los humanos exhiban la destrucción en su más evidente forma, la facilidad con la que se extinguen vidas, la fugacidad con la que se consumen ciudades, la ruindad de actos inconcebibles en tiempos de paz; todo esto denota la más obscura parte del espíritu de los hombres y mujeres que participan en las hostilidades.
Como una respuesta refleja, la creación surge queriendo contrarrestar los males de su némesis, como un mecanismo de supervivencia, se alza en el corazón de aquellos tocados por las tragedias, busca arremeter en contra de la destrucción eliminándola de la faz de la tierra. Así, paradójicamente, la creación realiza una empresa contra la destrucción en aras de nunca tener que hacerlo de nuevo, así como la raza humana, que en su búsqueda de lograr la paz, justifica la guerra.
Es una paradoja cuyo principal protagonista es un acto tan simple como poderoso, y es precisamente la simpleza lo que le otorga su magnánimo poder, pues aquello que es complejo tiende a caer por su propio peso cuando se ve inmiscuido en una contienda. El acto de besar, un suceso en apariencia tan banal, ostenta un poder temible para la destrucción, pues la creación lo emplea como un escudo que a la vez es lanza, valiendo como ataque y defensa en esta guerra espiritual. El beso, el contacto de los labios entre dos individuos, el roce entre los bordes de la abertura de la boca, la fricción entre aquellos músculos carnosos que se da por movimientos repetitivos ofreciendo una deleitosa experiencia sensorial; el beso, ese acto inocuo que puede abatir la destrucción.
Y es así que dos soldados enfrentados en aquella contienda atávica del ser, vislumbran ante sí un beso como la única alternativa que puede poner fin a todos sus males, a la vileza que aflige su alma como resultado de los actos bélicos. De su espíritu emerge una ancestral esencia buscando crear paz, sosiego, de traer de nuevo a sus vidas la calma que la guerra les arrebató. En medio del caos logran consumar un beso que detiene el tiempo para siempre, que socava sus pesares, que desfoga sus entrañables anhelos, un beso con el que la creación puede, al menos de forma temporal, derrotar a la destrucción, otorgándoles vida en medio de la muerte. El beso les regresa la serenidad que la guerra les arrebató.
«La infancia de Iván» – Andrei Tarkovsky
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