Una bruma densa se levanta sobre el suelo, se arremolina, y se condensa formando una estructura indescriptible. No es una forma distinguible y tampoco una masa reconocible. Es una fuerza amorfa con un aura destructiva y vigilante. El ángel del asfalto aparece como juez implacable de la calle. Sustraído y elevado de la tierra, observa centellante los orígenes de las calles y sus vericuetos.

Desde el principio de la humanidad, el ángel es testigo de todas las transformaciones que ha tenido la tierra, y en este caso puntual, el asfalto como raíz pétrea de la calle. Su mutación es inminente también. Siempre gobernado por el dios de las cosas. Otrora fue un ángel del tiempo y consolidada su labor, se transformó en el ángel del asfalto.

Su trabajo constaba diariamente en documentar la vida en las calles, relatando historias convertidas en informes de todo cuanto ocurría en estos espacios, y luego remitir estos hechos al dios de las cosas para que se llevara a cabalidad su plan divino.

Un día, el ángel comenzó a observar el proceso de las calles, notó que en un principio, el suelo, solo era tierra polvorienta y moldeable. En algunos casos por intervención del hombre, y en otros, por las fuerzas de la naturaleza. Vio cómo se labraba la tierra, se recogían cosechas y se comercializaban. El ángel veía a la gente feliz en su rutina, infirió que el trabajo en el campo era sencillo y majestuoso a la vez por estar conectado con la naturaleza. Ese fue su primer informe.

Transcurrido un tiempo, empezó a observar que las calles por donde se transitaba ya no eran polvorientas. Una capa gruesa e incolora daba forma a hombres uniformados que la corrían y la volvían a transitar. Artefactos luminosos caían del cielo y al hacer contacto con la tierra, explotaban en un orgasmo masivo de destrucción. Las calles que ya habían evolucionado en concreto sólido, volvían a sus raíces, agrietadas y desfragmentadas, incrustadas de sustancia roja y pequeños fragmentos de humanidad. Y el ángel terminaba su segunda notificación.

Tiempo después, el ángel presenciaba como se reconstruían las calles. Observaba ciudades majestuosas sobre la base de asfaltos enriquecidos de progreso y de futuro. Las vías ya no eran las mismas. Tenían colores, marcas distintivas, formas carnavalescas, poseían vida.

Unos caminaban en contravía de otros pero siempre alineados con sus rutinas. El asfalto sobrellevaba el peso de esas costumbres, vivencias e historias. La calle era su prole y su legado en la tierra. Ya no estaría tan relegado a la soledad de los caminos. Ahora el asfalto estaba destinado a la vivencia y convivencia; gracias a sus hijas las calles.

Ya las calles tenían voz. Y no solo voz, gritaban accidentes, muertes justas e injustas, alardeaban de encuentros amorosos y otros no tanto. Fueron testigos omnipresentes de la trasformación de la sociedad. Fraguaron planes y conspiraciones de todo orden y caos. Las calles oían y se aturdían con variedad de situaciones humanas e inhumanas, pareciendo terminar así, como el reflejo implacable de quien las habita.

Hoy las calles ven como una raza nueva se consolida y las habita: son los zombis tecnológicos que se arrastran impersonales en un mundo virtual que los consume y los difumina como sombras de la realidad.

Al final del día, el ángel del asfalto, percibe sobre sí, miles de miradas escrutadoras que lo abrasan como relámpagos en un ritual de tormentas, no queda nada, el ángel se ha desintegrado. El dios de las cosas se acerca, recoge el comunicado, y determina que es el momento de enviar al ángel de la destrucción.

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