Sancha andaba meditabunda por el bosque, sin rumbo. En busca de alguna raíz que masticar, quizás alguna fresa silvestre. Las cosechas no habían sido buenas y las recaudaciones del rey seguían siendo abusivas. Su cuerpo huesudo y sucio, ocultaba un rostro fino y armónico bajo una mata de pelo enredado del mismo color del barro que cubría sus harapos. Por ello, a pesar de sus dieciséis años, no había conseguido siquiera granjearse el apetito de algún señor y así cobrar por su virginidad, ya que otra cosa apenas le quedaba. El dolor en sus costillas le trajo a la memoria el día, no muy lejano, en el que pidiendo limosna a la entrada del castillo, justo antes de que las puertas se abrieran para dejar paso a la comitiva real, un lacayo la echó a patadas, en un intento de alejar de la vista del príncipe todo lo feo y sucio que a su paso pudiera encontrar. Desde entonces temía acercarse por allí. Solo por las noches se escurría dentro en busca de ratas gordas con las que alimentarse.
De pronto, un conejo asustado salió de entre los matorrales. Sancha se lanzó a la carrera detrás, esperando encontrar la madriguera, donde darle caza fácilmente. Pero en su loca persecución, tropezó con algo inusitado. El cuerpo de una bella joven estaba tendido en el suelo. Durmiendo. Ni siquiera pisarla la despertó. Y entonces recordó lo que la comitiva real estaba buscando. A ella, la princesa dormida. La observó con cuidado, sus elegantes ropas, su piel inmaculada, la perfección de su rostro. Y se preguntó si habría lavado la ropa en el río gélido alguna vez, mientras acariciaba aquellas manos blancas y delicadas que reposaban sobre el pecho. O recogido trigo entre cardos que laceraban la piel, bajo un sol despiadado que abrasaba los pulmones.
Decía la leyenda que el maleficio caído sobre la princesa, haría que, al pincharse con un huso, entraría en un profundo sueño del que solo despertaría con el beso de un príncipe. La dueña de esas manos, que no habían frotado nunca la ropa contra una piedra en las frías aguas del río, que no habían recogido la cosecha bajo un sol abrasador, la dueña de esas manos que no habían trabajado en su vida, no se merecía tanta suerte.
Oyendo ya el galope del caballo real acercándose, intercambió sus harapos por el vestido de aquella holgazana durmiente, escondió el cuerpo de la bella entre unos matorrales y esperó tumbada, casi sin respirar, el beso que la alejaría para siempre de la pobreza.
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