El Beso de Hipólita

El Beso de Hipólita

Worahnung

21/01/2021

     Hipólita cazaba para subsistir. Todo aquel trozo de desierto, todo lo que habitaba en él, hasta el otro lado del cerro que alcanzaba su vista, le pertenecía: cobras, alacranes, piedras marrones, la charca, la luz y el vacío. También poseía un refugio amplio bajo una losa en el que prendía fuego por las noches y desde el que se dejaba hipnotizar por las estrellas.

     Avanzó hacia él, pero al segundo paso su aplomo se desvaneció. Quiso tocarlo pero no pudo. Irritada y confundida se conformó con mirar al hombre en la distancia, y este, como si hubiera sentido sus ojos en la espalda, se volvió hacia ella. El abrasador sol del mediodía resplandecía en su torso desnudo repleto de macizas simetrías.

     La noche anterior, cuando se encontraron, ella le había preguntado por su nombre, y él había contestado que le llamaban “el Portugués”. No sabía mucho más. La conversación fue escasa alrededor de la fogata. Pero durante las horas que permanecieron abrazados la había montado como una yegua, y se hubiera dejado sodomizar si se lo hubiera pedido. Sí, debía reconocer que por un breve lapso de tiempo, aquella atadura de músculos había conseguido inocularle el olvido de si misma.

     Ahora, ya no le parecía tan guapo. Y sospechaba que se reía de ella. ¿Cómo si no iba a interpretar aquel gesto inánime que la dedicaba?

     Por un instante buscó en lo íntimo las razones de aquella enemistad repentina.

     Sería el orgullo, o la vanidad. Daba lo mismo. No se debían nada.

     Apartó la vista del hombre y miró a su alrededor el secarral incendiado. Hipólita, la mestiza, siempre había vivido allí. Su carácter se había formado como reacción a las despiadadas leyes de la nada.

     Así seguiría siendo. Tenía que arrebatarle el alma. Enterrar la fuente de aquel enigma.

     Sin más dilaciones, con el dedo gordo del pie marcó un amplio semicírculo en la arena y comenzó el alarde.

          Agitó sus hombros y la onda nerviosa llegó hasta sus pies. Dio pataditas en el suelo levantando pequeñas nubes de polvo y giró sobre si misma. Balanceó sus caderas. Sacudió como látigo la negra cabellera. Movió los puños como mazas. Su cuerpo comenzó a sudar. Seguía una música interior.

     De tanto en tanto miraba la figura del hombre. Buscaba alguna reacción.

     Nada. Como un espejismo. No se amilanaba. Ni un paso atrás. Se hubiera conformado con eso.

     Maldito.

     Entonces sacó de su cinto el largo cuchillo de mango verde con vetas plateadas. Bordó el aire con unas estocadas y el sol destelló en el acero. 

            Cerró los ojos y besó con tanta intensidad la punta del cuchillo que se cortó los labios.

           El grito le salió de donde más cruel mordía la sarna. Y desbocada se lanzó al ataque.

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