El vagabundo infantil

El vagabundo infantil

Negra y rota era la ropa que usaba aquel hombre desaliñado; su cabeza la cubría con una capucha. Nadie recordaba cuando había empezado a deambular por las calles del barrio. Muy rara vez hablaba, pero siempre sonreía al cruzar la mirada con quien fuera. Su expresión era amable, como de niño. Caminaba lento y parecía disfrutar de cada detalle del entorno. Se había convertido en parte de nuestra cotidianeidad. Yo entonces tendría unos diez años y, al igual que a otros chicos, me atemorizaba su cercanía.

Alguien le colgó el mote de “Feíto” y llegó el día en que todos los vecinos sabían de quien se estaba hablando. Algunos niños, cuando estaban lejos de él, le gritaban “adiós, Feíto”. Nadie sabía su nombre. Él los miraba y sonreía sin decir nada.

Vivía en una orilla de la ciudad. Su casa no se veía pues era subterránea; en realidad se trataba de una especie de cueva que le servía de refugio. Sólo podía verse un tubo encajado en el suelo y, atado a él, estaba un gran perro lanudo. Cuando alguien se le aproximaba se hacía el muerto patas arriba y si tenía a su alcance al visitante, daba un brinco sobre él para jugar; satisfecho con su felonía se quedaba echado y moviendo la cola. A José, mi hermano, y a mí, nos gustaba jugar con el can; en ocasiones nos derribaba y ya en el suelo nos lamía la cara hasta dejarnos escurriendo baba, pero nunca mordía. Cuando sabíamos que no estaba el vagabundo, visitábamos al perro y retozábamos con él. Nos habíamos hecho amigos.

La entrada a la cueva era un agujero en la tierra por donde se podía ver una escalera de madera y oscuridad. Solo se podía mirar aquella oquedad después de haber sido lamido por el guardián, pero si alguien intentaba pisar el primer peldaño, el amigable perro gruñía y se convertía en amenazador custodio.

En casa nos entreteníamos jugando a los sustos, pero solo cuando no se encontraban nuestros padres, pues no les gustaba ese juego. Nos poníamos alguna ropa que había desechado papá y un sombrero, nos tiznábamos la cara y simulábamos ser Feíto.

Una tarde estábamos en eso. Uno se escondía y el otro lo buscaba por cada rincón de la casa hasta dar con él. En ese momento el buscador gritaba: “¡soy Feíto!” y se le echaba encima al del escondite que se sobresaltaba; después se cambiaban los papeles. Jugamos un buen rato sin percatarnos de que la puerta de la calle había quedado abierta. Afuera se alcanzaban a escuchar nuestros gritos y retozos. Pasaba por allí el vagabundo y, seguramente que al oír su apodo, quiso saber de qué se trataba, se asomó y se le antojó jugar. Entró sigilosamente hasta un pasillo donde había un ropero, se metió en él para esconderse y se quedó dormido. Nosotros seguimos jugando sin acercarnos al pasillo. Cuando nos cansamos fuimos a guardar el disfraz precisamente en el ropero. Comentábamos y reíamos cuando, al abrir el mueble, dimos un alarido y corrimos. Feíto despertó y fue tras de nosotros. Salimos de casa despavoridos. Al pasar junto al perro, que estaba esperando a su amo, se levantó y quiso jugar. Nos alcanzó, nos echó al suelo y empezó a lamernos las caras hasta casi quitarnos el tizne. Nosotros lloriqueábamos y pedíamos auxilio, pero no había quien nos escuchara. El can jugueteaba y no permitía que nos levantáramos. Llegó el dueño y lo sujetó.

Feíto nos tomó del brazo y nos ayudó a levantarnos. Nosotros temblábamos de miedo y forcejeábamos. Él dijo «si los suelto ahora, mi perro los seguirá para jugar, por favor, escúchenme, no les haré ningún daño, prometo dejarlos». No nos quedó de otra sino escuchar a aquel hombre. Feíto aflojó sus manos pero sin soltarnos al tiempo que nos decía «yo sé que mi aspecto no les gusta y sí les gusta; no les gusta porque mi apariencia es distinta a la de su papá, él viste buena ropa y siempre está rasurado y limpio ¿no es cierto? pero les gusta como soy porque les causo una emoción especial, un temor y una curiosidad al mismo tiempo; desde ahora ya no podrán sentir miedo por mí, pues ya saben que no les hago daño, además, saciaron su curiosidad porque ya me conocen de cerca, y ahora váyanse a casa antes de que lleguen sus padres». Le dije «sí, señor, ya no le llamaremos Feíto». El sonrió y agregó «me llamo José Luis”.

Quedamos sorprendidos de su nombre, que sumaba el José de mi hermano al mío, Luis. Fue la última vez que vi a ese hombre con alma de niño.

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