Aquel beso significó un antes y un después.
Era sábado. Mi hermana y yo salimos con nuestras amigas: ese día tocaba ponerse los patines de ruedas. Éramos una pandilla muy unida. Todos nacimos en la época del babyboom, así que las calles estaban llenas de jolgorio, muy diferente del panorama actual. Los padres, en general, se despreocupaban de los hijos durante los juegos callejeros; era tanta la chiquillería y la diversidad de edades, que nos sentíamos protegidos.
—¡Zoe, te estamos esperando! —gritó mi hermana.
—¡Ya voy, Mía! ¡Me estoy atando los patines!
—¡Tan tardona como siempre! ¡Quedamos en las cuestas del jardín!
Mía se alejó. Yo me quedé sentada en el escalón del portal colocándome los patines. Absorta en mi tarea, no vi acercarse a aquel tipo.
—Perdona, rica —me dijo— ¿sabes en qué piso vive Luis Castro?
Me levanté y tras recuperarme del susto inicial, respondí: «No sé, podemos mirarlo en los buzones». —¡Estupenda idea! ¡Chica lista! —contestó el tipo.
Nunca antes había visto a aquel hombre, pero iba bien vestido, y parecía bastante educado, así que me quedé tranquila.
Entramos en la portería y busqué el nombre indicado.
—En el sexto vive el señor Luis, pero no me acuerdo del apellido.
El tipo cerró el portón y se interpuso entre este y yo.
—No busques más, guapa. No conozco a ningún Luis aquí. Solo quiero darte un beso.
Me quedé inmóvil. Una sensación de miedo me invadió.
El tipo se acercó mientras yo conseguí retroceder. Me acorraló en una esquina y rompí a llorar.
—Ahora no grites. Te voy a dar un beso que te va a encantar. Eres muy bonita.
Moví la cabeza en señal de negación. El tipo se agachó e intentó besarme. Yo traté de darle puñetazos, pero con los patines puestos, perdía el equilibrio. Al final, el tipo consiguió abrirme la boca, y me metió la lengua. Me recordó a una babosa. Me dio tanto asco que me hice pis encima.
—¡Niña cochina! —espetó el tipo—. ¡Eso no está bien, me has empapado los zapatos!
Me zarandeó con fuerza, y me caí al suelo.
Justo entonces, alguien salió del ascensor.
El tipo, cuando vislumbró al inoportuno visitante, huyó tan rápido como el Correcaminos.
Mi vecino, me vio tirada en el suelo. Abrió la puerta para intentar detener al sujeto, pero ya se había esfumado. Después se dirigió a mí.
—¡Eh, Zoe! —me dijo con dulzura.
Era Ignacio el loco, del segundo piso, del que todos se mofaban. Yo nunca entendí por qué. Nunca se metía con nadie. Me daba mucha lástima. Me sorprendió que conociera mi nombre. Según los vecinos, Ignacio era un zarrapastroso y un demente: cogía las colillas de la calle y se las iba fumando, de forma compulsiva. No me importó su reputación y le abracé fuerte.
Minutos después, llegó mi hermana, que se quedó aturdida cuando me vio con el loco. Nunca olvidaré su expresión. Le conté lo ocurrido y lloró de rabia. Nadie más volvió a reírse de Ignacio. Ese día, aprendimos que cualquiera podía ser un lobo o un cordero, a pesar de las apariencias.
1981.
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