La especie humana: Fernando

La especie humana: Fernando

Octavio Sar

17/01/2021

La lleva de su mano igual que el «sin casa», que arrastra su maleta de rodachines hacia ese lugar indeterminado; la escalinata es un trámite que sirve la ansiedad, son sólo unas gradas hasta el segundo piso del café ambientado con tubos y cosas color ocre que vierten la memoria en industrias viejas. El segundo piso tiene no más no que cuatro plazas para elegir, dos de ellas no favorecen lo que pretende, todo lo que hay libre para llevar a cabo su cometido son  esas dos mesas muy pequeñas, rengas y circulares, con asientos sin espaldar a muy poca distancia del piso, es virtualmente imposible intentar allí la maniobra fundamental. Muy delgada, con la piel color humo debajo de los ojos de los que no encuentran la diferencia entre la angustia y la victoria, de quien ha gambeteado más desafíos de a pie, 21 años de pernicia tapada con una cobija corta, frente a 24 de riesgosa comodidad;ya cuando la mesita indeseable era inevitable, dos metros a su derecha, se levantan tres adolescentes enredadas eternamente con sus auriculares del teléfono, al fin se van; la pareja de ensayo avanza hacia el sofá de cuero, se ve cómodo, ideal, salvo por esa concavidad de las que se fueron, es quizás lo único que no parece íntimo, calor residual, masivo pero inocuo. Lo que viene son dos recipientes de un material sin belleza, llenos de partes inútiles, ambas bebidas terminan sabiendo a lo mismo, a esa espuma que uno mastica, rumiando zonzo, los alimentos son algo muy delicado, si los sabores y texturas finales se parecen entre una y otra preparación, el cerebro termina empalagado con ese  sabor de siempre, pleno en aburrimiento.Comienza una charla rara,sin cordón, con ningún interés por lo que el otro diga, salvo que a él se le escape algo de lo que pueda tener en su haber; ella lo mira con afán, no es que ella quiera que la bese rápido, es que quiere ganar rápido; él al fin entiende lo que se le instruye, aproxima su cabeza a ver si el agua ya está tibia, apenas logra encontrarla a tientas, no sin antes tropezar en la habitación a oscuras y abrirse el parietal en su intento; el resultado, más que la gloria de la lascivia consumada, es un contacto lleno de babas que lo único que le deja de herencia es una sensación de incompetencia insoportable, permanente. El bálsamo de los miserables llega con una mano alargada y adornada a la fuerza por un anillo incomprensible que acaricia su mejilla izquierda, y su indefensión, parece que «buen perro» ahora siente que no lo hizo tan mal, sonríe enclenque y menos atractivo que nunca, ella frunce su nariz, lanza un beso corto a la distancia, el germen.

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