La luz bajó de intensidad para dejar el escenario en una tentadora penumbra.

Aquella diva de ojos marrones había prometido cantar de manera especial solo para mí.

Y como por un artilugio poderoso y confabulado, el reloj de pared se detuvo en el umbral del anochecer, coincidiendo con el primer rasgueo de la guitarra. Mi piel pareció vibrar cuando empezaron los primeros acordes.

Yo estaba en primera fila, ebrio de espera, alejado de la realidad, simulando que el tiempo no era importante.

Desde mi posición solo podía ver su rostro apasionado.

Ella se acercó y con un movimiento de sublime coquetería, movió su cabeza para despejar algunos cabellos que caían con gracia sobre su rostro.

Con delicadeza, sus dedos aprisionaron el micrófono que parecía ser una extensión de mi propio ser.

Pude ver el rubor que sonrojaba sus mejillas.

Empezó con un suave beso a darle vida a esa balada que lamentaba un amor prohibido y lejano.

“No, no hay nada mejor
que probar un primer beso,

y más de ti…”

Los versos brotaron pausados ralentizando el exiguo tiempo que disponíamos.

El murmullo de esos labios entregados me estaba elevando al cielo.

Su respiración agitaba su pecho en una sincronía perfecta con la tristeza de su letra.

“¿Cómo se puede sentir
tantas cosas en tan poco tiempo

y no morir?”

Con una de sus manos pareció dibujar mi silueta.

Yo ya estaba perdido en el placer de su melodía.

Sentí mis propios latidos acoplándose al ritmo de su romance.

Un delirio incontrolable me envolvió de abajo hacia arriba al mirar su rostro.

Sus ojos entreabiertos parecían haber quedado cautivados por ese instrumento que seguía apresando con firmeza y que amplificaba la dulzura de su voz. Fue como si solo existieran ellos dos, destinados el uno al otro, unidos, confidentes, amantes.

“Me duele estar tan lejos
no es fácil que no estés aquí
y aun así puedes hacer
lo que quieras de mí”

Yo era el único espectador con derecho a deleitarme con aquella alucinante visión acompañada de letras góticas que se hacían sonido en una declaración de total entrega de amor prohibido y completo.

Me di cuenta de que estaba totalmente expuesto a las caricias que brotaban de la dulzura de sus labios.

Sin alzar los ojos del instrumento que parecía haberla hechizado, continuaba ella, laboriosa, ensimismada, con singular pasión manteniendo ese fuego sagrado que no se apagaría.

Y la canción terminaba de manera sublime, con los últimos acordes de aquella dedicatoria inolvidable entre sus labios cerrados.

“Mmmhh

mmmmhh

mmmmmhh…”

La música cesó.

Hubiese querido disfrutar de su repertorio completo.

Respiré profundo para calmar todos mis sentidos.

La levanté en mis brazos y la dejé sobre la cama.

Besé sus labios y me deleité con la inocencia en su mirada después de haber cumplido el rol de chica traviesa.

Ahora era yo quien debía componer un concierto, una gran sinfonía para besar cada parte de su total desnudez.

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