El beso del pecado

El beso del pecado

Cuando entré a la sala, me arrolló el silencio. El bullicio estaba lejos. Sería porque el museo se cerraba y los últimos visitantes se alejaban reticentes bajo la mirada de los empleados. Vi la pieza que estaba en medio de esas paredes marrón grisáceas y una sensación extraña me paralizó. Oí un eco del pasado, un lamento de almas pecadoras. Era como si un río de aguas caudalosas invisible corriera por allí y arrastrándo las lágrimas de los débiles que no fueron indiferentes a la tentación de la carne. Me centré en la escena de esos personajes, que se habían petrificado en un abrazo natural. “Quién habrá posado para ese artista—me pregunté con sorpresa—. Cuántas horas habrían permanecido en esa unión paradisiaca. Cómo habían podido eternizar el inicio del pecado capital surgido del amor”. Más que centrarme en el artista, me fijé en la pareja. Temí que llegara el cuidador para decirme que me marchara, pero en su lugar se oyeron los cascos de un caballo al galope. Vi a un hombre con armadura que desmontó y entró a un aposento liberado del gélido metal y de la promesa de fidelidad a la patria y la corona. La mujer lo esperaba también desnuda y sin prejuicios. Unas palabras la habían seducido y se repetían en su cabeza. “Una mujer debe ser dueña de su propia vida”. Sí, era verdad, se lo había dicho él, antes de partir a la batalla y se presentaba para que ella decidiera por fin, qué era lo que deseaba. Todas las advertencias y el peligro de su pecado no lograron persuadirla. Tomó la iniciativa y quedó allí atrapada para siempre, disfrutando del sueño de toda su vida; pero condenada por la iglesia; arrastrada hasta el segundo círculo del infierno.

¿Merecía la pena? ¡Claro que sí! La pregunta era absurda y cualquier visitante que se encontrara frente a ella, habría tomado la misma decisión. ¿Por qué? Pues, porque el infierno son los otros. En la vida o la muerte el sufrimiento lo causan los demás con su visión absurda del pecado o la cordura con su filosofía escuálida y sin fundamento. Así que, en el paraíso o en el averno, era mejor estar unido eternamente a la persona amada. Cuánto daríamos por un beso así, cuánto estaríamos dispuestos a dar por ser testigos, o mejor aún, protagonistas del momento erótico más importante del juego del amor. La nostalgia fue aplastante. Recordé lo mísero que había sido con Patricia. Ella lo había sabido desde siempre. No había oído nunca esas historias, ni les había temido a las amenazas, ni al infierno, ni a la excomulgación. Los labios se me incendiaron. Esa actitud de indiferencia que le había mostrado cuando ella se me rindió, se estaba convirtiendo en un castigo de mi conciencia. Entonces ya no hubo duda. Llegó para avisarme que estaban cerrando. La cogí por el talle y la besé con el más grande deseo de permanecer allí imitando la imagen de la escultura.

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