Me di cuenta cuando tú también rehuías el contacto visual. Cualquier roce involuntario nos electrocutaba con una descarga que sacudía nuestras trémulas conciencias, impregnadas de culpa. Pasé largas noches de insomnio, confuso y aturdido, mientras el amor y la razón se repelían como iones cargados de incompatibilidad. El atávico moralismo nos marcó la distancia y sin darnos cuenta, se interpuso entre nosotros una quimérica muralla; un castillo de opacidad transparente construido con naipes marcados. La pasión acabó hibernando. El tiempo y la rutina impusieron su ley.

 Todo se preparó a conciencia: el banquete, la fiesta, las fotografías, el viaje… Y el gran día llegó.

El atardecer tiñe de ocre los gruesos muros del templo. Mi prometida, preciosa con su albo vestido, atraviesa el pórtico. Tú entras a su lado, simulas sonreír. La catedral entera aplaude, empieza la ceremonia. Las palabras sordas levitan en una atmósfera que se masca densa. Del fondo profundo de dos bocas rojas entreabiertas escapa un mismo anhelo, envuelto en el magnético canto de dos sirenas mudas. Me pierdo de nuevo por el perverso laberinto, donde cuatro pupilas chispeantes, turbadoras e hipnóticas, me iluminan enrevesados caminos sin salida. Se desata una tempestad en la bóveda de mi cráneo y mi traje de autómata queda hecho jirones. Ahora sí, humano náufrago y desnudo, mi pecho vuelve a palpitar y emerge poderoso.

Te miro, me miras; te cojo de la mano y salimos corriendo. El gentío, ojiplático, enmudece con nuestra huida. El claqueteo de nuestros tacones martillea el suelo de mármol, acompasando la cadencia de nuestros latidos. Mi novia pisotea con furia el ramo de su desdicha y alza su mirada hacia el altar, buscando una respuesta. Su padre, aplastado por el dolor y la vergüenza, hunde el rostro entre sus manos para romper a llorar, deseando morir ahí mismo. Su madre, con la respiración entrecortada y el corazón desbocado, deja de correr y me para en seco; para besarme como nunca nadie lo había hecho antes.

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