–Papito ¿Cuándo vamos a llegar? Ya estoy cansada de tanto caminar y me duelen los pies.

–¡Me vuelves a repetir lo mismo y te doy una palmada! ¿Acaso no entiendes?

–Pero me duelen los pies cuando camino y las tripas también. –Replica la pequeña niñita susurrando en un sollozo.

–¿Acaso no entiendes? Pero ya vas a entender algún día que la vida es injusta y que ahora tenemos que caminar. –Le contesta su padre sin mirarla, con los ojos perdidos en la lejanía.

–¿Ya vamos a llegar? –Le vuelve a replicar la niña con una voz casi inaudible.

Su padre la mira un instante con los ojos perdidos en sí mismo, atrapando entre los labios y los dientes apretados un grito. Mientras vuelve su mirada al camino, le dice:

–Cuando los problemas se arreglen en nuestro país volveremos juntos por éste mismo camino a nuestro hogar y las cosas serán de nuevo como antes. Volverás a estudiar en la escuela y yo conseguiré un nuevo trabajo que sea mejor. Entonces comerás lo que quieras y no volverás a tener hambre.

La pequeña niña apenas entiende que deben seguir caminando por esas avenidas interminables, cada vez un poco más lejos de su hogar, de la escuela y de sus amiguitas, hasta que los problemas se arreglen en el país. ¿Acaso el país entiende que tiene hambre desde que salieron sin rumbo, que no aguanta el dolor en la planta del pie izquierdo por la herida ocasionada gracias al hueco que tiene su zapato?

Apenas logra pensar la necesidad de devolverse por el mismo camino que han andado sin detenerse y que no termina, cuando un caudal de lágrimas que no puede contener puebla sus pequeños ojos y su padre las ve caer hasta estallar en sus zapaticos rotos. No puede evitar volver su mirada a la lejanía, mientras se le rompe el alma. ¿Cómo explicarle a su hijita que no tienen rumbo, que no tienen nada más que el hambre, el cansancio de los pasos sin fin y el camino? ¿Cómo explicarse a sí mismo que camina sin rumbo y que no está solo con su propia hambre y con el completo fracaso de su cabeza de chorlito? Grita su desesperación en el fondo de su alma quebrantada, mientras se pregunta con rabia: “¿¡Acaso no somos parte de nuestro país!? ¿¡Nuesta hambre no es el hambre de esta nación!? 

Detrás de ambos los sigue una joven con un pequeño niño en brazos. Es también la madre de la niña que solloza. Quiere ocultarse tras la sombra de su marido, como lo ha hecho desde que lo aceptó para siempre frente al altar de Cristo. Está tan cansada de tanto caminar cargando a su hijo en brazos; pero no lo quiere despertar porque él no entendería y lloraría desesperado; él no entendería como sí lo hace su pequeña hijita, aunque no pueda contener las lágrimas y se queje.

No aguanta los brazos entumecidos y el cansancio atroz; pero ella entiende o lo intenta hacer, que la vida es injusta y que no tienen nada para comer, que tienen la necesidad de caminar sin rumbo hasta que revienten. No se atreve a pronunciar palabra, a interrumpirlo en su mutismo mientras caminan. Quiere ocultarse en su sombra de su vista puesta en el horizonte, porque lo ama con toda el alma y lo entiende o intenta hacerlo, que no es su culpa, pero tampoco de ella que lo seguirá hasta el fin del mundo, aunque reviente.

–Papito. ¿Existe Dios? –Le pregunta su pequeña niña como preguntándole a él mismo; pero el silencio de su padre como respuesta la motiva a continuar–; porque si existe, quisiera que arreglara las cosas en nuestro país para poder dejar de caminar y que no tuviéramos que devolvernos por el mismo camino, que nos llevara de una vez en un milagro a nuestro hogar.

El padre tiene el alma destrozada. La escucha con mucha atención, aunque se hace el distraído mirando los escondrijos urbanos, como afanado en llegar más rápido a ningún lugar. Desde hace tiempo se ha hecho la misma pregunta y no puede contestarse: “¿Existe Dios?”. Él quiere creer, lo quiere hacer, pero le duele: “¿Acaso es su culpa que caminen sin rumbo?”. La culpa de Dios desde el principio hasta el final, el eterno testigo que no se reporta en su desgracia, culpable como él que se pone a creer con el dolor en el alma, que caminar es el único remedio.

Aún caminan sin rumbo por las avenidas interminables de la gran ciudad…

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