Caminaba despacio, enfundado en su vieja armadura oxidada, recorriendo callejuelas llenas de árboles japoneses deshojados. Llegó al lugar de sus citas nocturnas y se subió como otras veces a lomos de su caballo y comenzaron a trotar despacio.
La música triste de Pinocho los acompañó en su pequeño y largo viaje; porque avanzaban en círculo, y enseguida llegaban al punto de partida, para comenzar de nuevo.
“No sé si estoy en lo correcto o ando confundido”, pensó; pero como no escuchó Sirenas en el horizonte ni observó campos de centeno a su alrededor, continuaron.
– No hay nadie, amigo Sancho. Ni siquiera niños. Es como si hubiera pasado por aquí el flautista de Hamelín y se los hubiera llevado a todos a la ciudad de los niños perdidos. Solos tú y yo, en la calle vacía llena de luces.
-¿Conoces la verdadera historia de Hamelín, querido Holden?
-Sancho, señor.
-Lo que ocurrió de verdad es que un día, en aquel lugar, antes de que todos hubieran despertado, un flautista recorrió las calles interpretando una música melodiosa y embrujadora. Pronto salieron a la calle niños y niñas, pero se quedaron quietos junto a sus casas. Fueron los adultos los que lo siguieron realmente. Nadie sabe adónde los llevó, pero desaparecieron para siempre. Después, el flautista regresó y se hizo dueño del pueblo. Eligió la mejor mansión para vivir y utilizó a los niños para que le sirvieran, como si de esclavos se tratara.
Lo tuvo todo. Todo a su disposición. Pero, ¿crees que fue feliz realmente?
-No.
-¿Y sabes por qué no? Porque jamás pudo dormir tranquilo.
-La conciencia.
-¿Remordimientos? No. Algo mucho peor. Miedo a escuchar al amanecer la música melodiosa de una flauta.
Así somos los adultos, Holden, no tengas prisa por crecer.
Pero ahora sigamos, nos queda mucho aún hasta llegar a Ítaca.
-El Toboso, señor.
Agarró las riendas del caballo y miró al cielo estrellado. Y vio entonces cómo una brillante luna de cristal se precipitaba hacia él girando velozmente. “No es un gigante”, pensó; pero acabó golpeándole en la cabeza con tal fuerza que lo derribó del caballo. Aturdido y lleno de cristales rebotando a su alrededor, sólo pudo escuchar entre risas: “vaya mierda de Don Quijote”.
Tras un rato en el suelo, unos brazos le ayudaron a incorporarse.
-Querido amigo Sancho, balbuceó.
Pero no se trataba de Sancho, sino de dos policías que se habían acercado al lugar.
-¿Se puede saber qué hacen ustedes aquí a estas horas? ¡Han de saber que el no respetar el horario de confinamiento conlleva una multa. Y otra por desórdenes públicos e intromisión en atracciones municipales! Eso sin contar la embriaguez, claro.
-Señor agente, no está bebido.
-¡Cómo que no! ¡Si huele a alcohol que apesta!
-Y no se ha caído borracho del caballo, son los jóvenes del botellón los que le han tirado una botella de cerveza. No han madurado todavía.
-¿Y quién es usted, su abogado? ¿Porque no será Sancho Panza, no? Ja, ja ja.
-No, no soy Sancho Panza. Soy Jolden Colfil. Y les digo que se están confundiendo.
Los agentes empezaron entonces a registrar al maltrecho caballero.
-Tengan cuidado con la armadura, se ha llevado un buen golpe al caer.
-Pero de qué armadura habla, si esto no es más que una chaqueta raída llena de clavos oxidados. ¿No tiene cartera? ¿Documentación? ¿Cómo se llama?
-Alonso Quijano -consiguió decir bajito y entrecortado.
-A ver, Sancho Panza, ¿cómo se llama tu amigo?
-Se llama Jose, pero no recuerdo el apellido; es muy vasco, y largo, de esos que son difíciles de pronunciar. Yo no podría. Sabe, yo emigré de la Mancha con mis padres hace años…
-No nos interesa su vida, pero haga memoria.
-Creo que empezaba por K.
-¿Kortajarena, Karrikaburu, Korkostegi…?
-Esos no, sigan.
-Es igual. Jose K. Así valdrá. Vamos, Jose K, al calabozo.
Cuando escuchó la palabra calabozo sacó fuerzas de donde pudo e interpeló a los agentes.
-¿Pero de qué se me acusa? No entiendo esta detención. No he hecho nada. Sólo viajo con mi amigo Holden camino a…, ah, claro, ahora lo entiendo todo, ¿acaso no serán ustedes las Sirenas que quieren impedirme llegar hasta casa?
Y justo en ese preciso instante unas sirenas empezaron a sonar muy cerca de ellos. Un policía pasó corriendo y les gritó:
-¡Necesitamos refuerzos, muchos jóvenes están causando altercados en la zona del puerto!
-¡Enseguida vamos para allí! -le contestaron-. Y tú, Jose K, quédate aquí y no te muevas, enseguida vendremos a por ti.
Y allí permanecieron, solos de nuevo, mirándose el uno al otro sin saber muy bien qué hacer ni qué decir.
-Mi fiel compañero Holden, llévame hasta Rocinante y continuemos el viaje antes de que las Sirenas regresen para impedírnoslo.
-Señor, su rocín flaco y mi rucio no están ya para muchos trotes, apenas conseguiremos avanzar con ellos. Agárrese a mi hombro y vayamos mejor caminando, lo más deprisa que pueda.
Y se fueron del lugar intentando correr, a trompicones.
-Pero Holden, tu historia acaba en el carrusel, y nos estamos alejando de él.
-Pues siga llamándome Sancho entonces.
-Sabes querido Sancho, a veces me gustaría ser tú, Holden.
-Pero eso no puede ser, señor, caeríamos por el precipicio. Alguien debe quedarse vigilando.
Y además, aunque tengas una edad que pudieras ser mi abuelo, y yo no sea más que un analfabeto y profundo ignorante, tú no eres ni Gepetto, ni Don Quijote, ni Ulises ni nada. No digo que no me gusten las historias que me cuentas cada noche, pero tú ya tienes un nombre, eres Jose K.
-Y tú, Sancho, Holden, Pinocho, Telémaco…, ¿cómo te llamas realmente? Nunca me lo has dicho.
-Como narices quieras llamarme mañana, colega, pero como no corras más dormirás en el calabozo esta noche.
-Vamos, por favor, dime cómo te llamas, anda…
-¡Gregorio! ¡Me llamo Gregorio!
Y entre ruidos de sirenas y algarabías callejeras, desaparecieron en la oscuridad de la noche y ya sólo se pudo escuchar a lo lejos:
-Gregorio, mañana te contaré tu historia.
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