Le pidió despedirse en la esquina de casa. Chivilcoy y Nazarre. Igual que cuando iba al colegio y su padre se quedaba esperando hasta que subiera al autobús. Atrás quedaban muchas mañanas oscuras, con el frío helando las orejas y el olor a café recién torrado de la confitería de la vuelta. Pero esta vez, Román no llevaba la mochila con los útiles de la escuela. Su equipaje era más pesado.

Durante el trayecto hasta la parada apenas cruzaron palabras. Algún comentario sin importancia. Lo que dejaba de decirse siempre incomodaba más. Ni pensar en intercambiar una mirada por descuido.

Román quería otra despedida. Una sin compromisos. Aunque le bastaba levantar el brazo para acariciarlo, lo sentía inalcanzable. No era la distancia física la que los separaba. Su padre siempre aparecía en sus recuerdos como una figura intermitente y silenciosa. En su mundo no había lugar para discursos ni respuestas elaboradas. Ese hombre continuaba siendo un enigma.

‒ ¿Por qué no te quedás? ‒preguntó su padre.

Román ignoraba la respuesta. ¿Se iba por miedo? Otra forma de miedo. El miedo a que el odio terminara consumiéndolo. ¿Se estaba escapando? La frustración y el rencor eran por igual destructivos. La frustración de no saber si estaba tomando la decisión correcta. El rencor de reconocer al desarraigo como única salida posible. No tenía una excusa. Nadie lo echaba. Se iba porque quería. Tampoco le preocupaba perder el avión.

Se quedó callado. Imaginó su futuro como un agujero oscuro, sin metas ni escalas, en el cual sólo podía arrojarse y esperar a que sucedieran las cosas. ¿Era la distancia una respuesta? Tal vez se iba porque era más fácil que quedarse, porque sentía que allí no había lugar para él, que la vida pasaba por otra parte, por rabia. Si se esforzaba podía encontrar muchas razones. Un poco de todo, que era lo mismo que nada. No sabía por qué se iba y le parecía injusto tener siempre que buscar las respuestas sin ayuda de nadie.

Su padre esperaba. Hubiera sido tan fácil regalarle una sonrisa para tranquilizarlo. Pero a Román no le salía. Sentía la necesidad de repartir el dolor.

Su padre lo obligó a mirarlo. Pudo ver de cerca las arrugas debajo de los ojos, sus mejillas flácidas y las venitas rojas de la nariz. El rostro de su padre ya no era severo.

‒ Hijo, las personas somos como las plantas. Necesitamos tierra para echar raíces.

Y de repente, Román la vio nítida, sobre el alféizar de la ventana, esperándolo al otro lado del oceáno.

‒ Pero yo soy como las orquídeas, papá. Tengo raíces aéreas.

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