Operación Báltico

Operación Báltico

Un “mierda, mierda, mierda” se me viene a la cabeza cuando, al doblar la esquina del chino, veo las luces azules, amenazantes, detenidas delante de mi portal. En ese momento me vuelvo a preguntar:¿Por qué lo has hecho, imbécil?, ¿qué necesidad tenías?

– Cariño, ¿Puedes bajar tú hoy la basura?

Con esa sencilla pregunta comienza esta historia. Nos turnábamos para salir uno cada día. Ninguno se sentía a gusto con la tarea, ya que algo tan anodino y cotidiano se había convertido en una situación de alto riesgo. Vivimos en un barrio residencial de nueva construcción, en una calle con nombre de república báltica. Prácticamente sin comercios, con varios edificios en construcción en las manzanas circundantes y muy cerca del límite de la población, donde las calles enseguida dan paso a prados verdes con vacas y ovejas pastando. Pocos comercios y en general, poca gente por la calle. Los pocos edificios habitados tienen jardín privado y parking subterráneo, lo que hace casi innecesario salir a la calle. Nulo ambiente de barrio, nada que ver con el sitio donde me crie, en pleno centro de la capital.

Así que la tarea de bajar la basura, que debería ser algo rutinario, comenzaba con unas comprobaciones dignas de la peor película serie B de comandos especiales:

– ¿Guantes de látex? – comenzaba mi mujer, desde la cocina mientras preparaba las bolsas.

– Puestos – respondía yo con tono casi marcial.

– ¿Mascarilla?

– En su sitio, con la parte azul hacia fuera, como dicen en la radio.

– ¿Gel hidroalcohólico?

– En el bolsillo derecho, y otro en el izquierdo, por si acaso.

Los niños venían sistemáticamente al recibidor para contemplar el ritual. Nos miraban, sorprendidos los primeros días, con aire burlón a partir de la quincena. A partir del mes directamente les daba la risa. Pero no se lo perdían nunca, solo les faltaban las palomitas. Eso de ver a sus padres pasando revista diaria les resultaba de lo más divertido.

– Recuerda, el cubo de la basura lo abres con la pierna, no toques nada.

Esas acrobacias karatekas serían impensables sin la gimnasia familiar diaria, cansina y auto impuesta durante todo el confinamiento. Bendita tele, bendito Youtube, bendita Patri Jordán.

Y dicho esto, y tras asir fuertemente las bolsas, comenzaba la aventura diaria: escaleras abajo (nada de ascensor), codos que abren puertas con una soltura impensable hace unos meses y pasos rápidos hacia los contenedores, rezando para no encontrarme con ningún vecino potencialmente contagiado. Patada lateral digna del mejor Bruce Lee y basura dentro. ¡Ya está!

Cuando me doy la vuelta para dirigirme de nuevo al portal es cuando me fijo: nunca había visto así nuestra calle. Desde que el invasor asiático había hecho acto de presencia en nuestras vidas me recordaba a las que salían en las películas postapocalípticas que tanto nos gustaba ver los sábados por la noche. Ni un alma, ni un sonido de coche, solamente una bolsa vacía de patatas fritas que la ligera brisa de primavera arrastra hasta dejarla embarrancada en la acera. Brisa con olor a campo, a flores que empiezan a asomar tímidamente en los descampados.

Pero ese mismo vacío, esa misma ausencia de todo, me hace no querer apresurarme, no querer volver casi a la carrera, como hago cada día que me toca. ¿Y si me doy un paseo? ¿Y si aprovecho y disfruto del exterior después de casi ya dos meses encerrados? Pero me sale la vena responsable, esa que me inculcaron mis padres y que, aunque tiene sus ventajas, también te limita a la hora de hacer cosas inadecuadas, transgresoras, prohibidas.

– Porque está prohibido, y lo sabes – me susurra mi angelito bueno.

Prohibido salir a la calle para cualquier cosa no imprescindible y no publicada en el BOE, como nos recuerdan cada día en el telediario.

– Pero no hay nadie que pueda verte ¿Qué más da? ¿No sería un gustazo darte un paseo? – responde con voz burlona el de rojo.

Haciendo caso omiso al primero, y en contra de mi prudente naturaleza, empiezo a andar calle arriba, por el centro de la calzada, hacia el límite donde acaba mi barrio. Avanzo dejando atrás viviendas, solares vacíos, y obras inacabadas de lo que serán futuros edificios. Y me siento bien, más ligero. Y sonrío. Aprieto el paso, alejándome cada vez más calle arriba. Y cuando estoy en mitad de un cruce veo que en los edificios circundantes comienza a asomarse gente a las ventanas y a salir familias enteras a las terrazas. Mierda, son casi las ocho. Todos me miran, al principio con curiosidad: ¿Qué hace ese tío ahí en medio? Enseguida con suspicacia. Tenía que haberme traído las bolsas de la basura, seré tonto…

Y mientras algunos niños empiezan a apuntarme con el dedo, empiezo a ponerme nerviosos y decido darme la vuelta. Pero volveré por otra calle donde haya más solares y menos casas. Así que giro por otra república báltica distinta ¿Por qué se empeñan en hacer barrios temáticos? ¿Para facilitar la vida a los carteros? y emprendo el regreso.

Será mejor rodear por la manzana del chino, saliendo a mi portal por un lateral: menos casas, menos riesgo.

Y cuando doblo la esquina los veo. Me quedo alelado, mirando las sirenas como si no las hubiese visto nunca. De repente uno de los agentes se gira hacia el chino y me ve, quieto como un pasmarote.

– ¡Oiga!, ¡usted!, ¡venga aquí, por favor!

Ahí acaba mi película de comandos serie B. Mi diablillo está cobardemente desaparecido, y mi lado racional y responsable toma el mando. Con el rubor subiéndome a la cara me dirijo como un corderito hacia el coche patrulla.

Minutos después un policía con mi identificación en la mano habla por radio mientras su compañero prepara la correspondiente receta. Mi mujer contempla la escena medio escondida tras un estor, muerta de vergüenza supongo, y mis hijos desde su ventana, sin ningún disimulo y con los ojos como platos.

Si tan solo hubiese tenido un perro…

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