El concreto que pisa Bere.

El concreto que pisa Bere.

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16/02/2018

Espectadora de la vida, como estatua silenciosa y mutable en el tiempo, la calle es un universo metafórico que atestigua el andar de los mundos que pisan su asfalto. Sólo tierra para los ojos prosaicos; mas para la mirada aguda se vuelve una valiosa veta en la que se pueden descubrir tesoros. Así es como veo ahora aquellos parajes y todo por Bere.

Yo no tenia más de dieciséis años, aún cursaba la preparatoria, disfrutaba de la compañía de mis amigos, de la lectura y de la música en mi radio. En sí mi vida no era diferente a la de cualquier estudiante. Recorría el mismo trayecto de ida y vuelta para llegar al colegio. Lo que más me gustaba de aquel camino era ver los vagones que se exponían en el Museo Nacional de Ferrocarriles Mexicanos. Me hacían creer que era un joven caballero de la época porfiriana arribando a la ciudad de Puebla en busca de su prometida. Era una bella fantasía que aligeraba el aburrimiento de mi travesía hasta llegar a la esquina que hace la avenida cinco norte con la catorce poniente. Lugar donde, en la monotonía de la costumbre, mi vida se cruzó con la de ella.

Honestamente no recuerdo el día, pero sí sé que fue a principios de diciembre. El frío ya se hacia presente y la corrientes de aire te recordaban tu mortalidad. Suéteres, chamarras y bufandas era la vestimenta que portaba por esos días. En mi familia se empezaba a hablar de las posadas y la cena de navidad. Recuerdo que aquel día mi amiga Sandra no pudo acompañarme de regreso a casa porque se había enfermado y que también no llevaba mi radio ni libro que leer para distraerme mientras esperaba el autobús.

Es por ello que, recargado en el semáforo de aquella esquina, me llegó uno de esos momentos en que el presente se hizo más presente, se volvió mi entera existencia. Contemplativo, miré el paisaje que me ofrecía la avenida. El sonido era como el de una televisión sin señal. Miles de voces y ruidos se conjugaban en un pintoresca sinfonía que se interrumpía con el simple hecho de prestar atención a determinada escena, casi como sintonizar un canal. De esa forma vi como un par de enamorados se besaban sin que les importara el gentío que les rodeaba; un niño hacía berrinche porque su madre no cedía a sus ruegos; en los mostradores de las tiendas los trabajadores se perdían absortos en sus pensamientos; y como la luz del atardecer rebotaba en las paredes descoloridas de los edificios. El cuadro urbano no distaba mucho de otros que había visto; sin embargo, había un elemento que lo hacía único.

En la ciudad era bien sabido que aquella avenida era un desfile de amantes, mujeres de la vida galante como les llama mi madre. Postradas a cada cinco metros en los muros, como audaces cazadoras, buscaban en la mirada de los hombres el deseo, la excitación y la aventura. No me cupo la menor duda de que el espectáculo que miraba era de lo más salvaje. Recordé la analogía de que la calle es como una jungla y me asaltó la pregunta ¿Quién es la presa? Después de unos minutos de observar, concluí que ellas eran las depredadoras, ya que todas empleaban estratagemas para conducir a los incautos a su cubil. Algunas mostraban sus atributos como pavo reales; otras, las más letales a mi parecer, usaban la mirada como un par de pistolas que atravesaban el iris, llegando a incitar la parte más reptil de sus victimas.

Mientras me extraviaba en el circo que se presentaba ante mis ojos, una de ellas se recargó en el mismo semáforo en el que yo estaba. Se apoyaba con la mano derecha y con la mano izquierda se sobaba los tobillos, supongo cansados por los tacones que llevaba. Traía el cabello largo, color negro, era de tez morena clara, ojos obscuros, de uno setenta de altura, joven y delgada. Nada fuera de la imagen típica de una mujer poblana, excepto por la comisura de sus labios. Terminaban en un ángulo con dirección hacia las orejas, por lo que daba la apariencia de que todo el tiempo sostenía una sonrisa sarcástica.

Con una curiosa interrupción me preguntó.

Oye…¿Como que estás muy chico para un servicio no?

Ja ja ja, no estoy buscando nada, sólo miro la calle — dije con un tono entre burlón y avergonzado.

¿Y qué le miras? ¿Lo chulas que están mis amigas? —preguntó queriéndome avergonzar aún más.

No, la verdad, lo salvaje y cruel que puede ser la calle con las personas — respondí sin dar cuenta de lo que había dicho.

Meditabunda miró al suelo y dijo.

No es cruel ni salvaje, para muchas de nosotras es el lugar donde encontramos aceptación, familia, atención, e incluso hasta el amor, eso sin contar que nos permite ganar el dinero para sostener a nuestros hijos. La catorce está muy lejos de ser el infierno que la gente piensa. Pero no importa, estás muy niño para comprenderlo.

¿Comprender qué?— repliqué aún estupefacto de lo que acababa de escuchar.

Cogiendo su bolsa, que se encontraba en el suelo, y dispuesta a partir hacia un carro que se había estacionado cerca de nosotros, me respondió.

Que la calle es como la vida… todo depende de como se pisa.

Espera…¿Cómo te llamas?

Bere.

Con esa minúscula y fugaz intervención, Bere dejó un conjunto de palabras en mi memoria que sólo alcanzaría a comprender a mis treinta y tres años. Edad en la que experimenté el dolor más profundo que un ser humano puede vivir, de esos que deberían estar prohibidos… la muerte de un hijo. Ese acontecimiento me demostró que el infierno no está en las calles como la catorce, mas fue en la catorce que aprendí que a éste se llega por la decisión de como queremos pisar en nuestras vidas.

Fin.

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