Conocí a Pol por casualidad en 2016. Me llamaron para una entrevista de trabajo: «Buscamos persona con experiencia, que hable inglés y ruso. Se valorarán otros idiomas. 1.020 € brutos/mes». No sé por qué acudí; yo solo hablaba inglés y el sueldo era de risa. La explicación del gerente fue tajante: nadie más había solicitado el puesto. ¡Qué raro!, pensé con ironía. Tampoco me gustó su arrogancia. Me levanté de la silla diciendo: «No estoy interesada en trabajar en su empresa, y menos con un déspota como usted. Buenos días». Hice un mutis por el foro triunfal: me sentí como Bette Davis interpretando un buen papel. Yo veía venir un mundo distópico a lo Black Mirror, y eso me daba pánico: siempre fui más de cine clásico.
Al salir, me senté en la terraza de una cafetería a disfrutar de mi momento «café con leche». Era un día de otoño soleado; miré al cielo; por un instante fui feliz. Saqué mi bloc con la intención de escribir, pero no podía concentrarme, una jauría humana me lo impedía. Levanté la vista; los clientes, a pesar de estar sentados en grupo, no hablaban entre ellos; conversaban con otros a través de sus smartphones. Era patético: «¡A ver si quedamos para tomar un café!», gritó un tipo utilizando esa frase hipócrita que tanto odiaba. Me reí por no mandarles a todos a la mierda.
En la mesa contigua, vi a un chico solo, en silencio. Estaba dibujando. Observé su cuerpo mal tatuado, como si su piel hubiera sido un lienzo de intentos fallidos. Tenía mal aspecto, demacrado. Me acerqué a él.
—¡Qué bien dibujas! ¿Los vendes? —Pegó un respingo en la silla y me miró ruborizado mientras le daba la vuelta al folio.
—Disculpa, no esperaba que alguien me hablara. A veces hago trueques con los dibujos. Perdona mi aspecto, debo oler fatal.
—No huelo a nada —mentí— estoy algo resfriada y fumo —nos reímos.
—¿Te importa que me siente contigo y te invite a un café? —Le pregunté.
—¡Hostia, qué corte! —Miré al suelo y vi su vida reducida a una mochila raída.
—Don’t worry, yo también soy un poco nómada. Le guiñé un ojo. Sonrió. En seguida nos entendimos.
Me contó que llevaba viviendo en la calle un año. Su situación en casa se hizo insostenible. No le quedó más remedio que dormir en un rincón entre las calles «corrupción» y «basura». Después me habló de su infancia.
—Siempre fui un niño raro. No hablé hasta los seis años. Me expresaba dibujando. Mi madre era la única que se preocupaba por mí, pero estaba atemorizada por mi padre y mi hermano. Los profesores en el parvulario me dieron por imposible y me relegaron en un rincón, con mis amigos los lápices. Nunca me trataron mal; solo hubo un profesor que se aprovechó de mi silencio. Un día empezó a visitarme a la hora de la siesta. Mientras todos los niños dormían, día tras día, el hijoputa, toqueteaba mis partes: «Como se te ocurra empezar a hablar ahora, te mato». Nunca le expliqué esto a nadie, excepto a ti, no me preguntes por qué. —Le agarré la mano conmovida—. Mi madre era la única persona a quien quería y desde que murió de cáncer, mi situación empeoró. Años antes de enfermar, se separó de mi padre. Era alcohólico y un maltratador; mi hermano tampoco se quedaba atrás. Sufríamos sus palizas a diario. Yo tenía quince años y no podía defenderla; tuvimos que huir.
Llegado este punto, pensé: «¿Cómo podía seguir estando vivo?» Yo, de ser él, ya estaría muerta hace tiempo. Dejé que continuara hablando, parecía necesitarlo.
—Fuimos a vivir a la Costa Brava. Fue la mejor época de mi vida. Me apunté a boxeo y me gustó tanto que aprendí a defenderme de verdad. Diez años más tarde, al morir mi madre, tuve que volver a casa. Mi padre estaba hecho un despojo, pero mi hermano, que era una mole, volvió a las andadas. Un día, me cogió del cuello y me estampó contra la pared: estuvo a punto de matarme, pero ya no podía conmigo. Conseguí zafarme y le advertí: «Pelearse conmigo ya no es gratis». Le lancé un uppercut que le dejó KO. Nunca volvió a tocarme. Entonces empezó a pegar a su novia. Ahí recordé las escenas con mi madre y decidí abandonar aquel infierno.
Desde entonces, vivo aquí; me han intentado robar cuatro veces, aquí no se vive, se sobrevive, aunque ya se ha extendido la voz de que…
—¡Pelearse contigo no es gratis! —Se rio, pero la lágrima tatuada en su cara me hacía pensar que la sonrisa era una coraza para subsistir.
Estuvimos un tiempo viéndonos. Le llevaba comida. Un día fuimos a un hotel para que se duchara y durmiera a gusto. Se emocionó.
Luego, en marzo, llegó el confinamiento y dejé de verle. Su número de teléfono dejó de existir.
En el mes de agosto conseguí ponerme en contacto con él. Me dijo que no quería verme, pero insistí. Cedió; seguía en las calles del Raval. Me dio una dirección.
Cuando le vi de lejos, no pude evitar que se me formara un nudo en la garganta. Un dolor en el pecho me advirtió: «No me hagas daño, corazón.»
Me acerqué y nos abrazamos. Su mascarilla ya no era blanca, era color ceniza. Tenía los ojos enrojecidos y olía a alcohol.
—¡Pol! ¿Pero qué te ha pasado?
Empezó a reírse; era evidente que estaba colocado. Se expresaba de forma atropellada e incoherente.
—A veces veo a Kurt Cobain, ¡y me habla! nunca he entendido inglés y sin embargo, le entiendo a la perfección. Kurt mola, es «enrollao». Aunque él no lleva mascarilla, supongo que porque está muerto, claro. Hay otro hombre de ojos rojos que me mira cuando dibujo. Me aterra, pero nunca me hace nada. Yo duermo ahí —me señaló una pared con un colchón—. Vamos, ¡te invito a un café! ¡Nunca me habían ido tan bien las cosas!
Entramos en el bar más cercano. Silencio. Era un día gris, aunque para Pol, por lo visto, el sol no dejaba nunca de brillar.
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