Llegó un día y me cerraron.
A mí, la principal y la más fuerte de la calle me echaron el cerrojo, dieron vueltas a la llave y me inmovilizaron. Sí, yo era la Puerta principal de un lugar donde iba a anidar la tristeza y no se conocería la sonrisa en muchos días.
Temiendo lo peor me preparé para ser fuerte y lo fui para que el paso del tiempo no me hiriera.
Tenía que impedir y lo impedí que no entrara ni saliera nadie.
Tenía que resistir y resistí la tristeza de ver la calle vacía.
Cuando la señora de la casa me cerró definitivamente noté a través de sus manos temblorosas y de los suspiros entrecortados saliendo de su garganta que tardaría meses en volverme a abrir.
Antes de ese día ella ya me alteraba muy a menudo. Salía, entraba y volvía a salir murmurando y recitando la lista de las cosas que tenía que preparar. Regresaba con sus compras. Unas veces cargada de bolsas de comestibles, otras con productos de higiene, etc.
Esos días de agitación, inquietud e insomnio a ella la tenían trastornada. Pero cuando salía a “su” calle dejaba la tristeza antes de cruzarme para lucir un optimismo que estaba lejos de sentir.
“Su” calle era muy importante para ella. Se sentía muy querida por sus convecinos. La calle Castilla era una piña en los momentos de alegría y en los duelos. Hoy más de la mitad de las puertas están cerradas, como yo, pero por motivos diferentes. Unas por el efecto “la España vaciada” otras por la muerte de sus habitantes, pero los pocos moradores que quedan, en su mayoría gente jubilada, aún conservan el apego y los vínculos de antaño con sus vecinos.
Llegó el día uno de Marzo y empezó el confinamiento. Me cerraron y estuve noventa y nueve días cerrada.
La señora se puso a buscar propuestas para sobrevivir al aislamiento social. Amanecía y saludaba la nueva jornada:” Ánimo, es lo que hay” la oía gritarse a sí misma.
Conectaba el ordenador, se acomodaba los auriculares y con sus programas de radio favoritos empezaba a transitar por la casa. Tomaba su desayuno tranquilamente, pasaba por la cinta de gimnasia y ya dependiendo del humor o se metía a hacer algo de repostería u ordenaba armarios.
A veces se me acercaba y me sacaba el polvo, ella trataba de oír alguna somera conversación a través de mis maderas y si la oía se esforzaba a mirar por los pequeños cristales que tengo y abría una pequeña puertecita, que poseo muy bien disimulada en un lateral, para poder hacer un pequeño bis a bis con el que pasara deprisa y corriendo como fantasma o ánima en pena por la calle desierta procurando siempre llevar bien puesta la mascarilla.
Las tardes las ocupaba con sus costuras y leyendo. Había veces que leía mucho pero otras hasta tiraba los libros hastiada. Lo mismo pasaba con las noticias: o las escuchaba todas en todas las emisoras o pasaba días que no quería oír nada.
Y llegaron más días difíciles.
Ella no salía al balcón a aplaudir por que aún le daba más tristeza. Y nunca ha llegado a comprender el sinsentido de esos aplausos hechos por personas que a menudo no cumplían con las normas mínimas sanitarias.
Algunas noches ni siquiera se acostaba y no se acostumbraba a que todo estuviera parado sin movimiento ni tiempo. Cuando soplaba el cierzo era como una pesadilla que corre en las noches de luna, llevando a rastras restos de plásticos y de plantas como si se tratase del ángel exterminador.
La señora no quería ni podía dejarse llevar por los negros pensamientos. Vivía sola en la casa. La familia estaba lejos por motivos de trabajo. Con los nuevos métodos de comunicación no había distancias pero los abrazos y achuchones no había nada que los sustituyera. Se tenían que acostumbrar. Aunque ¡¡¡ costaba mucho!!! Continuamente se “whatspeaban” el grupo de amigas y entre todas se propusieron apoyarse anímicamente. Las conversaciones entre las/os amigas/os las distraían de las tareas forzosas impuestas. Las tecnologías han sido el remedio, han ejercido de paliativos, como versión encapsulada de relacionarse ante el efecto demoledor de ese miedo que ha encerrado en sus casas a las personas.
Se tienen que vivir ciertas cosas para poder entenderlas.
Tanto para bien como para mal, casi todo en la vida
es cuestión de tiempo.
Iba notando que los murmullos con los que antes hablaban los vecinos se iban convirtiendo poco a poco en conversaciones cortas y empezaba a haber esperanza de esperanza.
Ya ponían fecha a entreabrirme.
La señora limpiaba su coche para empezar a salir y a través del jardín se comunicaban más alegremente las vecinas colindantes. Incluso con artilugios que tenían a mano se pasaban las distintas clases de mermeladas que habían hecho cuando estaban recluidas.
La familia que vivía lejos por fin pudo venir y con ellos los juegos y gritos de los niños fluyeron vitalmente.
La vida fue entrando poco a poco pasando por mi lado ya que hacia un tiempo permanecía abierta para gozo de los vecinos amigos. Sabían que tenían un lugar donde eran muy bien recibidos y los esperaban con una gran sonrisa debajo de la mascarilla y a dos metros de distancia.
La señora volvió a quedar con amigos. Ya no caminaba en la cinta estática sino que iba con su amiga al aire libre regresando muy feliz. Era una alegría grande ver que su ánimo había recobrado optimismo. Volvía a entrar la luz poco a poco en la casa.
“Que poco dura la alegría en la casa del pobre”
Después de la alegría que supuso el levantamiento del estado de alarma llegó un nivel de confinamiento y luego otro y otro más.
¡Qué trágico todo!
Tengo miedo mucho miedo de que me cierren y no vuelvan a abrirme más.
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