Imaginemos una Naturaleza caprichosa y megalómana que durante cientos de años, concienzudamente, ha ido arrinconando granos de arena hasta formar una acumulación de proporciones gigantescas a apenas unas docenas de kilómetros al otro lado de muestra frontera pirenaica. Imaginemos un paisaje de vocación sahariana en pleno continente europeo. Ese lugar existe y se encuentra en el departamento francés de Las Landas, en el suroeste del país. Se trata de la duna de Pyla (del gascón pilot, pila, montón) y es la mayor montaña de arena de Europa. Merece la pena, para aquellos que elijan no volar o coger el tren hasta Burdeos – la ciudad más cercana al prodigio, distante unos 60 kilómetros – conducir cada uno de los alrededor de 700 kilómetros que separan Madrid de este fenómeno que uno esperaría encontrar en continentes menos domesticados como África u Oceanía pero no en el nuestro.

Sus dimensiones son espectaculares pero no lo es menos su ubicación, entre el Atlántico que se extiende infinito hacia el oeste y el inmenso bosque de Las Landas, la más extensa masa forestal litoral de Europa, hacia el este. La verdad es que a un lugar tan improbable uno llega con una extraña mezcla de asombro e incredulidad. La duna, en su cara oriental, posee una inclinación de entre 30º y 40º ( la occidental, mucho más suave y prolongada merced a los lametones del viento procedente del océano, varía entre 5º y 20º ) y es por aquí por donde comenzamos su escalada. Una vez arriba puedes por fin confirmar la enormidad de los datos. Con casi 3 kilómetros de largo, 500 metros de ancho y 120 de alto en continua expansión, la duna, según los expertos, avanza a razón de cinco metros por año engullendo el bosque a su paso. Ante tal reclamo turístico, no es de extrañar que no existan planes para pararla. Nosotros tenemos la fortuna de visitarla cuando el cielo amenaza tormenta y la arena está aún mojada por las lluvias de días previos. Digo fortuna porque gracias a semejante climatología los turistas, esos “errores del paisaje” en palabras de un amigo viajero poco dado a tibiezas, son escasos y podemos disfrutar del panorama en toda su desnudez. Como premiando nuestra fe frente a otros más prudentes que han decidido no venir en día tan expuesto, el cielo más tarde clareará regalándonos una luz y una explosión de colores insospechadas.

Decía Aldous Huxley que lo que distingue al verdadero viajero es la capacidad de apreciar el aburrimiento “no sólo desde el punto de vista filosófico sino, por el contrario, con placer”. Y es que en esta catedral blanca uno puede – o mejor, debe – abandonarse al acto sagrado de contemplar y dejar pasar el tiempo como si este no existiera. No hacer apenas nada, sólo estar y observar. Dejar el cerebro en la nevera y sentir. Escuchar el viento y ver pasar las nubes. Desde lo alto de la duna, mirando al sur, se pierde en el horizonte la limpia y rectilínea costa de la región de Aquitania en que nos encontramos, con sus 250 kilómetros de largo que la convierten en la mayor franja playera de todo el continente. El gran coloso de arena se sitúa a la
entrada de la hermosa bahía de Arcachon y está enmarcado por dos mares, el azul
interminable del Atlántico a un lado y el espectacular manto verde de los
pinares de Las Landas al otro. Es fácil, en semejante escenario, escapar de las
dictaduras del reloj y caminar por espacio de horas parando aquí y allá,
sentándose en la arena y degustando la extrañeza de un lugar tan poco común. Existen dunas mayores en Namibia, en el Sáhara e incluso, dicen, en Australia, pero
pocas deben poseer el encanto tan inesperado de esta. Tampoco el caudal de
secretos e historias que esconde. Viendo ahora la inmaculada superficie de la
duna, con sus contornos continuamente cincelados por el viento atlántico,
resulta difícil a la vez que fascinante pensar que un día, hace apenas unas
décadas, proliferaron sobre ellas varios búnkers y fortines. Y sin embargo, así
fue. Corría el año 1942 y, una vez ocupada Francia, todo este litoral fue
incluido por la Alemania nazi dentro del plan de construcción del llamado Muro
del Atlántico, el gigantesco proyecto defensivo que tenía como misión evitar la
invasión de Europa por parte de los aliados. La invasión se produciría
finalmente bastante más al norte, pero ahí quedaron esos testigos de la sinrazón
humana pronto tragados por el tiempo y el avance inexorable de la duna.

En este mirador privilegiado que se abre al océano como si fuera la proa de todo un continente, uno experimenta sensaciones similares a las vividas junto a otra memorable creación de la naturaleza, la mole marciana de Uluru, el mayor monolito del mundo, situado en el centro de la Australia más abrasadora. Aunque sin llegar a las dimensiones – no sólo físicas – milagrosas de este pedazo de roca sagrado para los aborígenes, la duna ejerce un extraño hechizo que dificulta enormemente la marcha de quien la visita. Abandonarla significa privar de oportunidades al asombro, impedir que tus ojos sigan devorando su belleza y la del entorno que la rodea. Uno quiere quedarse más, pisarla y tocarla más, ser testigo de su grandiosidad que engrasa la modestia propia, dejarse arropar por la gran madre duna en cuyo regazo todo rezuma sosiego y felicidad. Recuerdo haber abrazado a Uluru como si de un ente vivo se tratara, haber hablado con ella agradeciéndole no sé muy bien qué, quizá la emoción que en ese momento me estaba haciendo sentir. Como ella, la duna de Pyla te deja partir con una temprana sensación de nostalgia, cimentando y aun engrandeciendo su seducción mientras te alejas, habiéndote inoculado de forma irresistible la promesa de un retorno futuro.

DUNA DE PYLA, DEPARTAMENTO DE LA GIRONDA, FRANCIA.

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