Soy de la generación que creció viendo películas de hermosas princesas con finales felices. Y aunque sabía que esas historias de amores eternos solo existían tras una pantalla, era feliz imaginando que algún día podría volverse realidad. Crecí con la ilusión de vivir un cuento de hadas: encontrar al amor de mi vida, enamorarnos y formar nuestro hogar con música de fondo. La realidad, es que nunca me enamoré como lo hacían las princesas, ni encontré a mi príncipe, de ningún tono azul. En el mundo real nadie cree en el amor, es un sentimiento sobrevalorado. Todos fingen ser felices, juegan con roles prestados y se olvidan de vivir lo que realmente sienten Complicando todo a su paso y van culpando a un tal cupido, como si de él dependiera las decisiones.
El amor es la fuente de la vida, nos guste o no. Amar crea nuevos caminos, inventa fórmulas, nos hace despertar y nos da otra visión de nosotros mismos. El amor es mágico. Yo aún no me encontré con ese príncipe que esquive lava y me defienda de dragones pero no quiere decir que no exista. Mi príncipe, uno real que quiera salir un domingo por la tarde a ver caer el sol mientras disfrutamos un helado, debe estar por ahí, viviendo su propia vida, y sin saberlo, esperando el encuentro. No somos el complemento de nadie, somos seres únicos y completos, pero que lindo se siente ser amado y amar de la manera más genuina que existe. Sí, las películas lo exageran, pero ¿a quién no le gustaría despertar al lado del amor de su vida?, llámenme cursi porque sigo adorando los finales felices y las historias de amor.
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