Siempre había sido indecisa. Sólo remontaba en aquellos momentos en los que sentía que había tocado fondo o cuando la euforia la hacía romper límites y avanzar. Nunca le gustó su vida. Y estaba harta de ver en la pantalla del móvil las fotos de los demás recorriendo mundo. Nueva York y Tierra Santa la seguían esperando.
Se sentía demasiado pequeña para la primera e indigna para la segunda. Estaba harta de escuchar a todos decirle que era una fanática, victimista y anclada en la queja, que lo llevaba todo al extremo. El sentimiento de culpa victoriano que no la dejaba disfrutar, ni los grandes ni los pequeños placeres. Baja autoestima, repetían los que jugaban a psicólogos de pacotilla. Nadie la entendía.
Esperaba las condiciones perfectas: la compañía, el momento, el dinero… Nada daba la talla. Tanto miedo tenía, que el dinero que no se gastó en pasajes, lo gastó en tarotistas. Necesitaba reducir la incertidumbre y conocer un avance del futuro. Algo le decía que había una energía que la ataba al hoyo en que se sentía metida.
Una vez se echó un novio, el hombre era estrafalario y de mentalidad libre, con un significado bastante amplio de la libertad. Pero esta experiencia sentimental solo consiguió asustarla más. Pues, era otro individuo que viajaba con la mente. Planisferios enteros llenos de historias de caravanas, mochilas o albergues que nunca sucedieron. Historias de culturas donde las mujeres elegían a un hombre cada noche sin pedirle nada a cambio. ¡Qué viajes más raros!- pensó.
Ella le odió por sus fantasías, aunque en los miedos se parecía demasiado a ella. Mala combinación. Decidió dejarlo, porque luchar dos veces contra sí misma era demasiado. El otro se quedó a cuadros, y aún sigue sin entender dónde está la paloma que se posó junto a él. De madrugada, canta en las sombras a los recuerdos que la mal entendida poesía dibuja durante sus desvelos.
Ella necesitaba viajar, y aunque él nunca le negó el capricho, siempre le repetía: un viaje no es otra cosa que ver las mismas rutinas en otros cuerpos. Viajar es huir cuando hay mucho que hacer. Tareas iguales a las que podían suceder en cualquier barrio, una muestra de esa existencia la tenían allí y todo lo que necesitaban.
– ¿Y este tío cuando se ha muerto?- Alucinaba ella ante tales ideales. – Como siga con él tendré que coger la pala y echarle tierra encima. Paloma me llama, más bien, Enterradora suya seré a este paso.
– Admito que tengo miedo, que unas veces me preocupa el tiempo y otras el dinero. Pero yo alguna vez me subí a un avión y no miré hacia atrás. Durante unos años iba a los sitios y éstos me hablaban. Era duro atravesar las calles, los puentes, sentir su energía y escuchar que me quedara. Que tenían historias para mí. Pero en ese momento no me podía parar.
– Ahora estoy suspendida en el tiempo, pero continúo escuchando la invitación a escribir las historias que esos ladrillos querían contarme. Esos muros gritaban y mis manos aún tiemblan al coger la pluma y transcribir la esencia de aquellos seres grabados en el barro. Pero el terror paraliza mis pies. El recuerdo apena mi alma.
– Viajar para escribir, viajar para morir y volver a nacer. No sé en que punto del camino me perdí a mí misma.¿Dónde dejé la brújula, la bitácora, el cartabón y la escuadra?
Sin embargo, una mañana lo tuvo claro, simplemente supo lo que tenía que hacer. Cogió la mochila, agua, una toalla y emprendió la caminata. En su interior sentía un cosquilleo que la hizo acelerar el paso, parecía que llegaba tarde a una cita importante, pero nadie la esperaba. Callejeó hasta ponerse a los pies de la montaña. No le importó lo empinada que era la cuesta. Muchas veces había recorrido ese paseíllo, entre aulagas y cabras, lavanda, tomillos y alguna pila de escombros.
No era la salvaje selva, no era la mundana Quinta Avenida, tampoco el simbólico Muro de las Lamentaciones. No había nadie, estaba sola, nadie le decía: ¡Espérame o adelántate! No escuchaba ni voces ni dolores. Se lo prometió a sí misma, ese iba a ser su rito iniciático. El primero de muchos, sacados del interior de sí misma. Ni los mayas, ni los egipcios, ni los atlantes, nadie escribe las líneas de su iniciación.
Cuando por fin llegó hasta una especie de mirador de piedra, subió despacio, sintiendo las piedrecitas y las flores bajo sus pies. Puso la toalla, se sentó en una gran roca protegida por los árboles secos, se quitó la ropa y los zapatos.
Extrañada estuvo horas al sol, desnuda, viajando al centro de sí misma. Escuchó la voz de su propia piel asombrada de recibir los rayos del sol. Escuchó su corazón y aunque estaba la mesa puesta no había asiento presidencial. Eso le gustó. Siguió escuchando sin prisas, ni ordenar nada, eso no era un rito de gratitud a la Madre Tierra. Era un regalo que se hacía así misma desde el Universo.
Recordó a su madre cuando la regañaba cuando tomaba sol en la azotea detrás de los bidones. No le dio importancia, la perdonó y continuó. Empezó a notar que le ardían las rodillas, los senos y la barriguita. Le extrañó, pues había perdido la noción de la realidad, el tiempo no importaba. Era un dolor agradable, no quería abrir los ojos. De repente, empezó a escuchar pasos, sabía quién era sin mirar ni articular palabra.
El otro al llegar, alucinó en colores: ¡Te has quemado entera! ¿Cuánto tiempo llevas aquí? La verdad, es que has calculado bien a qué hora hacer esto, te podía haber visto cualquier vecino.
– No he calculado nada, coge la cámara y sácame una foto.
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