Una vez (si es que puedo ponerlo en una línea) abandoné todas mis pertenencias, vacié la mochila y lavé mi cuerpo con un baño del olvido. Me dejé atrás, pero conservé un gran espacio para llenarlo de nuevos encuentros. Así, comencé a dar pasos sin rumbo fijo, solo con el propósito de la libertad en mi vida, en mis venas y arterias, y en cada centímetro de mi piel regenerada.
Primero tropecé con escalar por las montañas más altas, temiendo el siguiente descenso; nadé a ojos cerrados por ríos templados, escuchando los susurros de voces inciertas; también quise probar de los frutos más exquisitos, les encajé mis dientes sobre sus tiernas cortezas; no conocía orillas ni cúpulas divisoras, todo era un juego de niños hasta que…
Un día (si es que puedo ponerlo en el tiempo) me incliné hacia la bóveda celeste, el fastuoso estrépito de una explosión había llamado por completo mi atención. Yo solo quería echarle un vistazo, pero terminé siendo arrastrado por su energía brillante y extrema fuerza de atracción. ¿Qué la había originado? Por allá, en la oscuridad, una masiva estrella moribunda seguía estornudando. Estaba envuelta en destellos de luz intensísimos, y antes de saberlo, yo caí directo en su medio interestelar.
Cuando me acerqué lo suficiente, comprendí que no solo se trataba de un astro. Estaba hecho de agua: de la más exquisita, la más cristalina, la más ambrósica (aunque no exista la palabra, pero me doy el lujo de inventar, el lenguaje humano es insuficiente). Me deshice entre sus moléculas, en su pasión dominante que compartía conmigo. Era agua que yo gustaba de beber.
Tenía risas melifluas a las 10 de la mañana y a media noche también; su esencia dormitaba en un campo de flores aromáticas, aroma que lograba desconectar hasta el último de mis circuitos. A las 3 de la tarde habló sobre cataclismos; abrió la llave de mis deseos, y con ella, desenterró la sombra de (un miedo, quizás, porque no termino de ser humano). Aunque este ser de luz insistió con su seductora dinámica, me invitó a tener una sonrisa por cada pensamiento de él que se asomara en mi mente.
Poco a poco, la gravedad rindió su efecto sobre mi corazón (creo que me estaba enamorando, en realidad, ¿pero qué es en sí <<enamorarse>>?). De forma inesperada, la estrella (más que estrella), me tocó el alma con notas musicales imperfectas y atractivas; me hizo bailar al ritmo de olas marítimas; pude robar un atisbo de sus raíces que crecían en infusiones de brotes perenes; me gustó el sabor que emanaba de sus labios, era una mezcla de multiversos y secretos planetarios.
¿Qué me hizo este ser que por nombre lleva un encantamiento? Porque él es magia, de esa que no se encuentra a diario. Magia absoluta, magia divina, magia extraordinaria. Hay magia debajo de su piel, en los costados de sus palabras, en los atardeceres que pintan sus mejillas, en cada centímetro de él, en rincones sin explorar, en constelaciones vapuleadas; ahí, hay magia.
Entonces, ¿qué podía hacer yo, siendo un simple astronauta que había quedado hechizado sin haber tenido una consulta antes? Me encontré queriendo regalarle el mundo, pero él ya albergaba todo un cosmos dentro de sí mismo. ¿Qué se le puede ofrecer a alguien cuyo significado no existe en la literatura? Me encontraba con los pies en la cabeza, faltándome el oxígeno, con taquicardias incontrolables, el cuerpo se me convertía de roca, derritiéndose mis polos, un fallo mental y un apagón en todas mis conexiones de lógica. Es decir, era un desastre.
Entonces, ¿qué podía hacer yo, siendo un alborotado desastre? Divagar entre mis pensamientos desordenados e inconclusos. Dejarme llevar por sus aguas (si me quiere ahogar…), dejar que los sentimientos fluyan, dejar que su vida me consuma, no impedir ni desalentar su intensidad (…que lo haga). Me gusta. Tanto. Tantísimo. Que decidí obsequiarle aquello a lo que él llama <<Tu forma de escribir>>.
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